lunes, 3 de junio de 2013

La espalda del mundo. Pablo Cerezal



De tanto en tanto caminas las avenidas de la ciudad abandonado a la riada mustia de la ciudadanía apresurada, esquivas codazos como remolinos, rápidos de improperios, afluentes que revientan de ansia mercantil, hasta que topas con el regato breve y juguetón de un par de piernas que te incitan a nadar contracorriente para seguirlas, por ver dónde desembocan. Resulta que, independientemente del camino que tomen esas piernas (femeninas, ¿aún es preciso aclararlo?), siempre desembocan en el estuario glorioso que forman unas nalgas firmes de movilidad, movedizas de firmeza. Pido desde ahora disculpas a las amazonas del feminismo y otras tribus urbanas, uno se reconoce animal, qué le vamos a hacer.

El caso es que perseguir a una doncella de jeans ceñidos y deambular sugerente es la mejor manera de enfrentar la marea de fastidio y prisa de la gran ciudad. 

Recuerdo aquel añoso volumen de fotografía que adquirí en una librería de viejo de las pocas que aún restan en Madrid. Fue casi mi primera adquisición, cuando todavía la fotografía suponía un terreno vírgen en mi biografía de explorador nonato. Recuerdo aquella cubierta de gran tamaño en que una espalda femenina se deshacía en arquitecturas de luz y sombra que permitían contemplar mayor porción de cuerpo que el más arrebatado de los desnudos. No, la fotografía sólo recogía entre sus fronteras de química y sueño el arrebato lírico de una espalda femenina coronada por un perfil que a muchos haría soñar con la mitología griega. Ni siquiera permitía al observador imaginar, al menos, el turgente apocalipsis en que, de seguro, fallecía aquel espinazo. Pero un servidor quedó hipnotizado por las líneas de sombra impúber y luz adulta que recomponían aquella espalda femenina y, sin conocer al autor de la instantánea, se acercó al mostrador dispuesto a lograr que el librero le concediese el honor de descomponer la letanía comercial del escaparate tomando el grueso volumen entre sus manos. No soy capaz de recordar el precio, ni falta que hace, pero aquel día tomé contacto con la obra fotográfica de Jeanloup Sieff y un nuevo mundo de voluptuosidad óptica y sensorial me abrió sus puertas ya para siempre.

Ignoro si los academicistas de la imagen consideran al citado fotógrafo francés digno de elogio. Uno es así de soberbio y, por edad tardía (o pereza inducida por la misma), gusta de obviar los veredictos de aquellos que se ganan el sustento haciendo de sus opiniones dogma de fe. Sólo sé que cada vez que me enfrento a uno de los retazos de sueño recogidos por la lúbrica lente de Sieff puedo permanecer, durante horas que son vidas, absorto, intentando desentrañar los misterios de la luz y el deseo. Tenía, el artista del contraste y el gran angular, una manera de restituir al cuerpo humano su natural artificiosidad sólo emparentada a su forma de naturalizar lo artificioso de las situaciones en que éste puede encontrarse a lo largo de una vida. Quiero decir que su lente no captaba la realidad, no, recreaba lo que nuestra mirada deseaba cosechar tras el barbecho violento de nuestra sensibilidad. Y no sólo a base de desabrigados cuerpos femeninos edificó Sieff su metrópoli de iluminaciones y nebulosas, su dramática patria de contrastes y fulgores. Los retratos del fotógrafo parisino arrebatan el alma de los retratados y sus paisajes se pierden en una fugaz fuga de líneas perturbadas y horizontes bruscos que nos incitan a la más arrebatada narcosis.

Hoy recorren las calles muchachos (y no tanto) armados de aparatos electrónicos dotados de lentes microscópicas capaces de tomar, entre su red de chips y códigos ilegibles, fieles copias de la realidad circundante. Luego, para dotar de un halo artístico a la instantánea, el mismo aparato provee al voyeur de lo mundano de filtros varios que avejenten la imagen, la encierren en un claroscuro de manchas propias del cómic o exacerben sus colores hasta transportarlos a otra dimensión de la realidad que quizás, tal vez, sean capaces de observar, también, aquellos que gustan de ingerir hongos psicoactivos o LSD, por ejemplo. Está bien, bravo por la democratización del arte.

Me pierdo entre la multitud pensando en Sieff, inevitablemente, al descubrir el fulgor opaco de unos muslos que, en su constante caminar, generan un estallido de volúmenes que varían su luz al ritmo del paseo. Creo que esa joven ninfa a la que no me atrevo a adelantar por la derecha por miedo a sufrir la decepción de un rostro vulgar no tiene prisa o, simplemente, busca con pausado recorrido un escaparate en que hallar, entre la sorpresa muda de los maniquíes y la coreografía detenida de la mercadería, unos pantalones más ajustados, quizás, o una blusa que resalte el busto que mis ojos no se atreven a descubrir en el reflejo descompuesto de la vitrina. Un grupo de adolescentes que pasea su jauría de inactividad junto a mí parece reparar en la curvilínea belleza trasera de la joven y, sacando del bolsillo sus teléfonos móviles, se acercan peligrosamente a ella y toman lo que supongo una fotografía. Yo pierdo el gusto por seguir a la muchacha. Ellos parece que no y, con indisimulado descaro, toman posiciones frente a ella y disparan de nuevo sus aparatos telefónicos. Creo que, pensando lo contrario, le dan la espalda a la Belleza.

Doy media vuelta y recuerdo la obra fotográfica del francés. Lástima que ya no poseo aquel libro antológico sobre su obra. Apetece abandonarse al misterio de una grupa femenina que asoma a una ventana su mirada ciega sin que nosotros, mirones de la Belleza, podamos siquiera adivinar el motivo.

En cualquier caso: cuando la vida nos da la espalda lo mejor es bajar la mirada.



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