Deseaba penetradle, sentir
que su pene, en cadencia de empellones, traspasare con dificultad la
húmeda y tibia vulva que apretare su miembro mientras que los
tobillos de sus piernas descansaren sobre sus hombros, sujetando los
muslos de ella con sus manos, sintiendo la delicada suavidad de sus
medias que se asían a las piernas que, en destellos de la poca
luminosidad, se flexionaren al compás de su sordo quejido en
acorde a la penetración.
Trigueña natural,
casi rubia, le había conocido en años anteriores. En
aquel entonces poca había sido la atención que le
prestare, quizás por los escasos y esporádicos
encuentros que en esos días habían mantenido al igual
que su poco atractivo facial, pues aunque éste no fuere en
realidad desagraciado, tampoco caería dentro de aquellos
inusuales y atractivos rostros que, producto de los bellos trazos que
se forjaren con los años, acentuaren las imperfecciones que
hacen resaltar la belleza de un rostro que sin ser perfecto, atrae la
mirada hacia la línea de una nariz, o el contorno de los
labios que encarnados necesidad de un carmesí no existe. O
fueren quizás esas imperfecciones que a los ojos asimétricos
la beldad de un contorno al perfil facial otorga. En cualquier caso,
hasta ahora no les había notado, lo que en cierta medida le
extrañare, pues ahora mismo sus facciones le agradaban,
fantaseando con el jugueteo de su pelo que, sin ser completamente
rizado del todo, caía por detrás de su cuello en
abultada cabellera que entre sus manos, por ocasiones varias, entre
sus cabellos sus dedos hubiere hundido, acariciándole mientras
intentaba desenredadle.
No había comprendido
y desconocía si ella le comprendiese; pareciere que su
atracción fuere mutua en esos pequeños detalles cuando
sus manos se escurrieren por el contorno de sus hombros, resbalando
lánguidas por sus antebrazos hasta alcanzar las manos de ella,
mismas que aferraba por instantes para dejadles libres y proseguir
cual gotillas de agua que apenas la cintura y sus caderas tocaren
para secarse en los muslos que invariablemente por las medias eran
maquillados. Sus roces de piel continuos que él se afanare por
accidente se produjeren no eran por ella rechazados en forma alguna y
quizás ella misma buscare el propiciadles, más
convencido de ello no le estaba, algunos pequeños detalles el
dudadle le hacían mientras que otros tantos lo contrario le
mostraren: “No me importaría que me vieras desnuda,
total, ya me conoces” le había mencionado un día
mientras charlaban.
Solían interactuar
físicamente más allá de lo que la amistad simple
pudiere permitidles, sin cruzar nunca el umbral que los amantes
hubieren traspasado, pues ambos mantenían una relación
activa con sus respectivas parejas sentimentales que, quizás,
les impidiere el mostrarse abiertamente dispuestos y atraídos,
mas ello había hecho que la relación que conservaban se
distinguiese de cualquier otra, manteniéndose en el equilibrio
de ese umbral que ninguno de los dos se atrevía a cruzar, al
igual que ninguno de los dos dispuesto estaba en abandonar, pues la
comodidad que ello les daba representaba en ambos la seguridad de no
ser infiel, al igual que la confianza de proseguir con su interacción
física y sentimental sin pedir u otorgar explicación
alguna, misma que ninguno en ocasión alguna hubiere exigido o
rechazado.
“No me importaría
que me vieras desnuda”, esa simple y pequeña frase se le
había incrustado en su mente, y en cada ocasión que a
ella recordare, invariablemente a la memoria sus palabras francas y
de descuidada sencillez le volvía a escuchar, recordándole
sentada mientras frente a él les pronunciare, con sus piernas
cruzadas y su falda a los muslos ceñida. En pocas ocasiones le
había visto vestir de pantalón, generalmente utilizaba
faldas cortas por arriba de la rodilla y blusa de botonadura al
frente, la cual dejaba desabotonada en los más cercanos al
cuello para dejar entrever un poco del nacimiento de sus redondeados
y pequeños senos. A él le agradaban; el que fueren de
mayor tamaño desproporcionado a su cuerpo hubieren sido, pues
sin ser una mujer de estatura media tampoco corta le era. Delgada y
de infanta cintura el vientre plano con sus adustos glúteos
rivalizaba, descendiendo su línea curva y gruesa en un par de
muslos bien definidos sin ser musculosos, y los cuales en ocasiones
varias nuevamente admirare mientras ella en al auto condujere,
subiéndosele la falda al instalarse en el asiento y posar sus
pies en los pedales del automóvil, observándole de
reojo mientras que él, sin hipocresía, posare la vista
sobre su figura, a lo que ella respondía con algunos
movimientos de sus piernas para que su falda subiere aún más
y dejar que él percibiere lo que oculto debiese permanecer. En
algunas ocasiones, mientras ella conducía él solía
juguetear con sus muslos, produciéndole cosquilleos con las
puntas de sus dedos a lo que ella nuevamente respondía
cerrándoles para soltar una risilla espontánea al
tiempo que en infantil mirada a sus juegos no rechazare:
- Me debéis esa foto
vuestra en bikini –solía comentadle
- Sí, te la debo, no
me la he tomado aún. Cuando lo haga, te prometo que te la doy
–respondía segura de que algún día lo
haría.
Inexperta en la sexualidad,
insegura de sus atractivos y ansiosa de aprendizaje fuere ella quien
del argumento charla cotidiana hiciere, y él había
olvidado cuál y cómo la primera sobre el tema hubiere surgido,
adoptando su silogismo diario, alentándole a exploradle y
profundizando de manera abierta sin tapujo que entre ambos sobrare,
descorriendo velos que en su concepción en tabú por su
educación pudiere haber adquirido, y los cuales en evidente
arrojo de una ansiedad que a su cuerpo y deseo inundaban deseaba le
fueren de su visión por alguien más ser apartados, sin
atreverse a ser ella misma quien les quitare, otorgándose el
pretexto perfecto de no haber sido ella quien quebrantare sus
inexistentes convicciones, las cuales mucho deseaba el goce de lo
prohibido experimentar, satisfaciéndose de ello en el brío
de un gimoteo que finalmente a su ansiedad estallare. No podría
haber deseado mujer sentirse, pues su fémino sentimiento en su
ser todo se regodeaba; su placer en ello no radicaría, hacedle
sentir mujer no bastare para su intensa ansiedad en momentánea
calma tornar. Colorear sus contornos en arcoíris deseaba, que
la luz al prisma atravesar no difractare, concentrando en un punto la
luminosidad que a su obscuro rompiere, convergiendo en los lugares
que ella eligiere, recorriéndole en libertad salvaje que en
dominio del maestro su contacto la tranquilidad en convulsión
a su feminidad trasformare. Mujer no deseaba ni podría haber
deseado sentirse, le era y por mucho tiempo ya le había sido;
mental y físicamente estremecerse ahora le correspondía,
sentirse y verse deseada, explotarse cual objeto del deseo sensual
que su cuerpo produjere, revistiéndose de encajes y entallados
satines que a sus senos, caderas, muslos y cintura esculpieren;
atractiva deseaba sentirse para producir en la mentalidad ajena la
masturbación mental que la erección, por observadle
desafiante en su ropaje íntimo ataviada, del observante
infructuoso e impávido en él provocare.
Se sirvió en la copa
los últimos rezagos del vino que el día anterior había
descorchado, observando el reloj que marcaba el inicio de esa
madrugada que, junto al cigarrillo que chupaba le distanciaban tanto
de ella como del frío que su delgada chamarra no lograba
apartar: “No me importaría…”, ¿acaso
hubiere realmente importado si a alguno de los dos le hubiese
importado? No deseaba dormir y terminar con su recuerdo, no deseaba
terminar con el calor que le proporcionaba su cuerpo posado sobre sus
piernas, ambos sentados, uno encima del otro, enlazados en un cordial
y fraterno abrazo, ella reclinando su cabeza sobre su pecho,
acurrucando sus fisonomías para que el descansare su barbilla
en uno de los hombros de ella, enlazándole con un brazo en el
costado de su antebrazo y con el otro, ciñendo su cintura,
atrayéndole con sutil firmeza hacia la propia, descorriendo su
mano firme a sus caderas de vez en vez, acariciándole en la
falta de la caricia que sus manos no buscaren, mientras que las de
ella, ingrávidas, permanecieren sobre el pecho de él en
reposo, sin expresión sentimental que falseare el momento de
intimidad que el cercano contacto físico en ambos produjere,
desproveyendo los minutos de sus segundos que congelados en el frío
al calor de sus cuerpos por entre sus comisuras se perdieren,
permaneciendo eternos en instantes que sin habla, las palabras faltas
en bocas que sin ser besadas entre la carnosidad de sus labios
escurrieren.
Nunca hubo de vedle ataviada
con el sostén y el liguero que ambos seleccionaren en esa
tienda “on line” de internet; ella había
preguntado por qué a los hombres les atraía ver a las
chicas en lencería y él no había sabido
responder, diciéndole sencillamente que era atractivo, como
ella lo sería si le vistiese: “Tenéis ventajas a
comparación de otras -le comentó- vuestro vientre es
plano y la cintura la tenéis bien definida. Eso no es muy
común en todas las mujeres”. Sabía luciría
estupenda en ese atuendo de Victoria’s Secret, pudiéndole
imaginar entallada entre las copas que a sus senos las varillas en
forma redondeada dieren, envuelta en el ancho liguero de blanco
encaje por arriba de las caderas, descendiendo tensas las ligas por
entre el nacimiento de sus muslos para sostener unas medias que a sus
piernas recorriesen, ocultando su tersa entrepierna por la brillante
opacidad de una delicada y estrecha tela que a su vagina, cual
segunda piel, se adhiriere, adquiriendo pliegues exactos en
invitación a descorredles. Habían visitado varias
páginas antes de seleccionar el atuendo adecuado, siendo para
ella la primera vez que comprare uno similar, pues en su menester
diario, el sentirse sensual, aun cuando sólo para ella fuese,
no le había sido fomentado, seleccionando su ropa íntima
en la tradicionalidad.
Ahora comprendía que
su atractivo radicaba, en buena medida, en la ingenuidad sincera con
la que le hubiere conocido y la cual, en su ambición de saciar
las incógnitas sexuales que a su mente asaltaren, en inocencia
adentrare las charlas sobre los más diversos temas eróticos
que pudieren a la mente de cualquiera embelesar: “tenéis
frío” solía decidle él al observar los
pezones que, erectos, sobresaltaren por entre su blusa: “baboso
–respondía ella- no es frío, ¿no has
pensado que puede ser calor? –inquiría en burla”.
Y quizás le fuere, pues en sus jugueteos de inexpertos amantes
sus pezones solían endurecerse, apenándose ella en
disimulo al igual que él, en mismo disimulo, acomodare por
entre su pantalón el pene erecto que se negare a tomar la
forma de reposo:
-¿Te gusta que la
mujer grite y jadee con fuerza cuando se lo haces? -preguntó
en alguna ocasión mientras él conducía su
automóvil para dejadle en casa de sus padres.
-Es muy erótico, sí
–respondió sin apartar la mirada del camino- os hace
sentir que la satisfacéis plenamente, aunque en ocasiones os
puede ser un poco incómodo, sobre todo si los vecinos pueden
escuchar por entre las paredes.
- Huy –respondió
espontáneamente- pues yo soy bien expresiva.
- ¿Lo sois? –preguntó
de inmediato- ¿y cómo lo sabéis si se supone que
aún virgen sois?
- No preguntes –respondió
ella enrojecida mientras se reacomodare en el asiento- sólo
supongo que puedo serlo.
Y le suponía, cual él
igualmente le suponía, aumentando su imaginación y su
deseo en deseadle, exploradle en su sencilla ingenuidad sin
convertidle en discípula que presta aprendiere los secretos
que sin descubridles, entre sus cuerpos los silencios rompieren.
Caricias de principiantes que a su coyunturas se aferraren,
desorbitados arrebatos que en revuelcos el desespero olvidar hiciere
la premura de un grito o un jadeo que por él, o por ella
expedido, el eterno en instante convirtiere. Ella el mismo deseo por
deseadle parecía compartir, más nuevamente seguro de
ello nunca le hubo estado, y quizás fuere mejor que así
hubiere sido, dejar esa incertidumbre había hecho que su
relación se incrementare fincada en un deseo aparente que
ninguno de los dos palpable le hubiere expresado, demostrándose
quizás su atracción en ese juego que diestros habían
sabido de la nada fincar, llevándole a extremos que nunca
quebrantaren cual los amantes expertos traspasaren, y no fuese por el
arrebato que falto de impulso dejaren ambos de apreciar, pues en sus
besos esporádicos de despedida, cuando sus labios se unían
para decirse un sordo adiós, sus labios cerrados se mantenían,
aprisionando una lengua que en furia la cavidad ajena deseare en su
humedad con la propia entremezclar, reprimiéndose los placeres
del dominio y la sumisión, la conquista y la capitulación.
Del deseo por deseadle
¡Maldita e infructuosa incertidumbre...!
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