Con el cabello húmedo ella apoya
su brazo sobre el contorno redondo del espejo biselado, testigo mudo
del frenesí; espectador implacable —aún empañado
por el vapor de su respiración entrecortada, rítmica,
cadenciosa— de un revoltijo blanco y otoñal que acaba de
finalizar. Ella se observa y observa sus labios amoratados por tantos
besos, por tantos roces con ese ser que la observa a ella que se
observa. Dos imágenes iguales, simétricas, pero solo
una de ellas fue la que él amó con tanta pasión:
la que mira con ojos inquisidores su otra imagen, la diabólicamente
opuesta. Solo una de esas imágenes fue la que desplegó
su piel entre las sábanas como un lienzo santo a punto de ser
cristalizado por la transpiración. Abierta sus alas y su boca,
sus piernas se habían enlazado con fiereza con ese otro par de
piernas que se elevaron desnudas en medio de la blancura evanescente
de la luz difusa. Ella apoya la mano y observa a través del
espejo los restos de su osadía: una cordillera de almohadas
destrozadas, un océano de algodón, un territorio pagano
en donde mezclaron sus perfumes, el aroma a sexo, la savia
translúcida, el olor a nube y a electricidad. Ella apoya la
mano sobre el espejo e imagina, a través del reflejo, su
cintura moldeada por las manos de él, esas manos que alisaron
los pliegues de su vientre, de unas uñas rasgando el centro de
su espalda, de una acometida con ímpetu hacia su centro
divino, de un gemido de placer que puede causar el dolor. Ese dolor
lacerante que ella quería amortiguar y a la vez no quería
dejar de sentirlo, porque así lo necesitaba: tenerlo adentro
para poder vibrar, para poder explotar en nebulosas y constelaciones
y que sus jadeos empañaran ese espejo frío que ella
ahora mira con su brazo apenas rozándolo. Se mira y no se
reconoce. No reconoce el rostro que horas antes había entrado
en esa oscuridad coloreada de fuego. Ahora su rostro parece destilar
un saber confuso y excitante y a la vez un sabor a tierra, a mineral,
a semilla, a corteza, como si fuese una fruta bíblica a punto
de ser mordida por segunda vez. Se ve más sabrosa, más
apetecible, más sensual, menos andrógina, menos
vaporosa, menos etérea. Él la mira y quiere volver a
arrancarla del espejo donde cuelga su imagen acuosa para volver a
degustarla, a lamerle sus contornos suaves; a besarle los repliegues
más secretos; a succionarle ese pimpollo granate que esconde
unos dientes perfectos; a besarle el ombligo ausente; a morderle el
cuello; a perderse en su pubis dorado, en sus senos, en su pelo. Ella
se mira y quiere reconocerse en ese rostro plagado de las marcas de
una realidad y de una gravedad aplastante. Es feliz al saber que él
y ella pueden lograr eso: no reconocerse por unos instantes. Pero su
deseo persiste. Después de la unión, después de
verterse el uno sobre el otro sus néctares salados y
cautivantes, el deseo persiste. El espejo lo confirma y saben que de
quedarse se arremolinarán nuevamente en un huracán de
pieles salobres y perfiles cobrizos por la penumbra; en un torrente
de humedades. Pero tienen que volver, por eso ella se observa, por
eso ella se mira antes de salir, para fotografiarse en la memoria,
para que quede aprisionada en su cabeza su imagen invertida y
terrenal. Pero se miran y se desean otra vez. Él siente la
rigidez, ella la humedad. Quieren volver a la remembranza del espejo,
a esa estepa de sábanas para entrelazar sus cabellos y sus
vellos, sus sinuosidades y sus esponjosidades. Ella se mira y lo mira
en el espejo. Él hace lo mismo. Tienen que escapar para
sobrevivir a esa pasión que puede dejarlos al borde de la
expulsión irremediable, pero su brazo desnudo se despliega, su
cuerpo se perla, él se acerca y la mira en el reflejo, ella lo
mira a él acercarse y, antes de volver, se dejan caer, como la
polilla en la luz, en ese insondable pozo de estrellas.
El
espejo seguía allí, viéndolo todo por segunda
vez, opaco, indiferente, antes de quedar sepultado bajo una montaña
de plumas que se encendían como pelusas fosforescentes.
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