viernes, 14 de junio de 2013

A través del espejo. Miguel Silva




Con el cabello húmedo ella apoya su brazo sobre el contorno redondo del espejo biselado, testigo mudo del frenesí; espectador implacable —aún empañado por el vapor de su respiración entrecortada, rítmica, cadenciosa— de un revoltijo blanco y otoñal que acaba de finalizar. Ella se observa y observa sus labios amoratados por tantos besos, por tantos roces con ese ser que la observa a ella que se observa. Dos imágenes iguales, simétricas, pero solo una de ellas fue la que él amó con tanta pasión: la que mira con ojos inquisidores su otra imagen, la diabólicamente opuesta. Solo una de esas imágenes fue la que desplegó su piel entre las sábanas como un lienzo santo a punto de ser cristalizado por la transpiración. Abierta sus alas y su boca, sus piernas se habían enlazado con fiereza con ese otro par de piernas que se elevaron desnudas en medio de la blancura evanescente de la luz difusa. Ella apoya la mano y observa a través del espejo los restos de su osadía: una cordillera de almohadas destrozadas, un océano de algodón, un territorio pagano en donde mezclaron sus perfumes, el aroma a sexo, la savia translúcida, el olor a nube y a electricidad. Ella apoya la mano sobre el espejo e imagina, a través del reflejo, su cintura moldeada por las manos de él, esas manos que alisaron los pliegues de su vientre, de unas uñas rasgando el centro de su espalda, de una acometida con ímpetu hacia su centro divino, de un gemido de placer que puede causar el dolor. Ese dolor lacerante que ella quería amortiguar y a la vez no quería dejar de sentirlo, porque así lo necesitaba: tenerlo adentro para poder vibrar, para poder explotar en nebulosas y constelaciones y que sus jadeos empañaran ese espejo frío que ella ahora mira con su brazo apenas rozándolo. Se mira y no se reconoce. No reconoce el rostro que horas antes había entrado en esa oscuridad coloreada de fuego. Ahora su rostro parece destilar un saber confuso y excitante y a la vez un sabor a tierra, a mineral, a semilla, a corteza, como si fuese una fruta bíblica a punto de ser mordida por segunda vez. Se ve más sabrosa, más apetecible, más sensual, menos andrógina, menos vaporosa, menos etérea. Él la mira y quiere volver a arrancarla del espejo donde cuelga su imagen acuosa para volver a degustarla, a lamerle sus contornos suaves; a besarle los repliegues más secretos; a succionarle ese pimpollo granate que esconde unos dientes perfectos; a besarle el ombligo ausente; a morderle el cuello; a perderse en su pubis dorado, en sus senos, en su pelo. Ella se mira y quiere reconocerse en ese rostro plagado de las marcas de una realidad y de una gravedad aplastante. Es feliz al saber que él y ella pueden lograr eso: no reconocerse por unos instantes. Pero su deseo persiste. Después de la unión, después de verterse el uno sobre el otro sus néctares salados y cautivantes, el deseo persiste. El espejo lo confirma y saben que de quedarse se arremolinarán nuevamente en un huracán de pieles salobres y perfiles cobrizos por la penumbra; en un torrente de humedades. Pero tienen que volver, por eso ella se observa, por eso ella se mira antes de salir, para fotografiarse en la memoria, para que quede aprisionada en su cabeza su imagen invertida y terrenal. Pero se miran y se desean otra vez. Él siente la rigidez, ella la humedad. Quieren volver a la remembranza del espejo, a esa estepa de sábanas para entrelazar sus cabellos y sus vellos, sus sinuosidades y sus esponjosidades. Ella se mira y lo mira en el espejo. Él hace lo mismo. Tienen que escapar para sobrevivir a esa pasión que puede dejarlos al borde de la expulsión irremediable, pero su brazo desnudo se despliega, su cuerpo se perla, él se acerca y la mira en el reflejo, ella lo mira a él acercarse y, antes de volver, se dejan caer, como la polilla en la luz, en ese insondable pozo de estrellas.
El espejo seguía allí, viéndolo todo por segunda vez, opaco, indiferente, antes de quedar sepultado bajo una montaña de plumas que se encendían como pelusas fosforescentes.



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