De
tanto en tanto caminas las avenidas de la ciudad abandonado a la
riada mustia de la ciudadanía apresurada, esquivas codazos como
remolinos, rápidos de improperios, afluentes que revientan de ansia
mercantil, hasta que topas con el regato breve y juguetón de un par
de piernas que te incitan a nadar contracorriente para seguirlas, por
ver dónde desembocan. Resulta que, independientemente del camino que
tomen esas piernas (femeninas, ¿aún es preciso aclararlo?), siempre
desembocan en el estuario glorioso que forman unas nalgas firmes de
movilidad, movedizas de firmeza. Pido desde ahora disculpas a las
amazonas del feminismo y otras tribus urbanas, uno se reconoce
animal, qué le vamos a hacer.
El
caso es que perseguir a una doncella de jeans ceñidos y
deambular sugerente es la mejor manera de enfrentar la marea de
fastidio y prisa de la gran ciudad.
Recuerdo
aquel añoso volumen de fotografía que adquirí en una librería de
viejo de las pocas que aún restan en Madrid. Fue casi mi primera
adquisición, cuando todavía la fotografía suponía un terreno
vírgen en mi biografía de explorador nonato. Recuerdo aquella
cubierta de gran tamaño en que una espalda femenina se deshacía en
arquitecturas de luz y sombra que permitían contemplar mayor porción
de cuerpo que el más arrebatado de los desnudos. No, la fotografía
sólo recogía entre sus fronteras de química y sueño el arrebato
lírico de una espalda femenina coronada por un perfil que a muchos
haría soñar con la mitología griega. Ni siquiera permitía al
observador imaginar, al menos, el turgente apocalipsis en que, de
seguro, fallecía aquel espinazo. Pero un servidor quedó hipnotizado
por las líneas de sombra impúber y luz adulta que recomponían
aquella espalda femenina y, sin conocer al autor de la instantánea,
se acercó al mostrador dispuesto a lograr que el librero le
concediese el honor de descomponer la letanía comercial del
escaparate tomando el grueso volumen entre sus manos. No soy capaz de
recordar el precio, ni falta que hace, pero aquel día tomé contacto
con la obra fotográfica de Jeanloup Sieff y un nuevo mundo de
voluptuosidad óptica y sensorial me abrió sus puertas ya para
siempre.
Ignoro
si los academicistas de la imagen consideran al citado fotógrafo
francés digno de elogio. Uno es así de soberbio y, por edad tardía
(o pereza inducida por la misma), gusta de obviar los veredictos de
aquellos que se ganan el sustento haciendo de sus opiniones dogma de
fe. Sólo sé que cada vez que me enfrento a uno de los retazos de
sueño recogidos por la lúbrica lente de Sieff puedo permanecer,
durante horas que son vidas, absorto, intentando desentrañar los
misterios de la luz y el deseo. Tenía, el artista del contraste y el
gran angular, una manera de restituir al cuerpo humano su natural
artificiosidad sólo emparentada a su forma de naturalizar lo
artificioso de las situaciones en que éste puede encontrarse a lo
largo de una vida. Quiero decir que su lente no captaba la realidad,
no, recreaba lo que nuestra mirada deseaba cosechar tras el barbecho
violento de nuestra sensibilidad. Y no sólo a base de desabrigados
cuerpos femeninos edificó Sieff su metrópoli de iluminaciones y
nebulosas, su dramática patria de contrastes y fulgores. Los
retratos del fotógrafo parisino arrebatan el alma de los retratados
y sus paisajes se pierden en una fugaz fuga de líneas perturbadas y
horizontes bruscos que nos incitan a la más arrebatada narcosis.
Hoy
recorren las calles muchachos (y no tanto) armados de aparatos
electrónicos dotados de lentes microscópicas capaces de tomar,
entre su red de chips y códigos ilegibles, fieles copias de la
realidad circundante. Luego, para dotar de un halo artístico a la
instantánea, el mismo aparato provee al voyeur de lo mundano de
filtros varios que avejenten la imagen, la encierren en un claroscuro
de manchas propias del cómic o exacerben sus colores hasta
transportarlos a otra dimensión de la realidad que quizás, tal vez,
sean capaces de observar, también, aquellos que gustan de ingerir
hongos psicoactivos o LSD, por ejemplo. Está bien, bravo por la
democratización del arte.
Me
pierdo entre la multitud pensando en Sieff, inevitablemente, al
descubrir el fulgor opaco de unos muslos que, en su constante
caminar, generan un estallido de volúmenes que varían su luz al
ritmo del paseo. Creo que esa joven ninfa a la que no me atrevo a
adelantar por la derecha por miedo a sufrir la decepción de un
rostro vulgar no tiene prisa o, simplemente, busca con pausado
recorrido un escaparate en que hallar, entre la sorpresa muda de los
maniquíes y la coreografía detenida de la mercadería, unos
pantalones más ajustados, quizás, o una blusa que resalte el busto
que mis ojos no se atreven a descubrir en el reflejo descompuesto de
la vitrina. Un grupo de adolescentes que pasea su jauría de
inactividad junto a mí parece reparar en la curvilínea belleza
trasera de la joven y, sacando del bolsillo sus teléfonos móviles,
se acercan peligrosamente a ella y toman lo que supongo una
fotografía. Yo pierdo el gusto por seguir a la muchacha. Ellos
parece que no y, con indisimulado descaro, toman posiciones frente a
ella y disparan de nuevo sus aparatos telefónicos. Creo que,
pensando lo contrario, le dan la espalda a la Belleza.
Doy
media vuelta y recuerdo la obra fotográfica del francés. Lástima
que ya no poseo aquel libro antológico sobre su obra. Apetece
abandonarse al misterio de una grupa femenina que asoma a una ventana
su mirada ciega sin que nosotros, mirones de la Belleza, podamos
siquiera adivinar el motivo.
En
cualquier caso: cuando la vida nos da la espalda lo mejor es bajar la
mirada.
nunca correr tras ella
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