Lo fantástico nos acecha. Tal vez por ese
motivo acabamos por aceptar, casi como al descuido (pero no sin
naturalidad), los episodio más inverosímiles. La
siguiente historia podría anotarse dentro del grupo de las
cosas increíbles, pero ustedes que me leen deben saber que yo
no busco credibilidad, sino más bien algún consuelo.
Que no quiero tanto una explicación, como volver a sentir su
dulce aliento junto a mi oído; no tanto una satisfactoria
relación de posibilidades, como poder recuperar, poderoso y
virtual, aquel recuerdo del tacto de sus caderas y de su encaje. Sin
embargo, llamado a la inevitable aventura intelectual en que todo
hombre se embarca cuando necesita explicaciones, pienso que la
verdad, en este caso, bien puede esconderse detrás de la
antigua teoría de los pases…
Para que ustedes comprendan de lo que hablo,
necesitaré relatar dos episodios concretos. Uno, el reciente,
el conocido por todos, es la desaparición de la bailarina
Fedra Heart; el otro, más personal, el de mis dificultades
para dormir.
Es cierto que ya nos hemos acostumbrado a su
ausencia, y que las autoridades aun investigan la extraña
magia que pudo haber provocado su espontáneo viaje secreto,
pero yo, que estuve ese mismo día entre la audiencia que la
vio desaparecer entre pasos de baile y acompañamientos de
orquesta, no puedo pensar en otra cosa. Se levanta el telón,
las luces se desvanecen y, por la alta escalera de rosas, Fedra
comienza su lento descenso sensual, su erótica danza de
seducción animal. Expone sus caderas y se sabe una hembra
poderosa. Yo, que estaba en primera fila, viendo en pieles y sedas a
mi heroína de recortes gráficos, no inventé su
perfume aquella noche: puedo jurar que era dulcemente sexual y
sugestivo, y que llegaba hasta el final de la sala, envolviéndola
en deseos de posesión.
Aquí viene lo extraño (si dejamos
pasar, desde luego, la fantástica hipnosis que es capaz de
provocar una mujer), lo oscuro. Hablé al principio de la
teoría de los pases,
que nos explica, con delicada falta de detalles, el modo en que los
exactos movimientos de las manos en un mago pueden causar la
aparición y desaparición sucesiva de determinados
objetos en el espacio. La teoría es antiquísima y fue
objeto de estudio de numerosos magos y charlatanes. Su relación
con Fedra me vino casi por casualidad, mientras leía un cuento
del tipo fantástico, de Bioy Casares, en que las combinaciones
del vuelo de un piloto de avión en el aire causaban su
desvanecimiento y posterior aparición en un tiempo paralelo.
Si aceptamos esa clave fantástica como posible, podemos
entender (o jugar a que entendemos) la forma en que mi heroína,
aquella noche, entre pasos tan elaborados como sexuales, se esfumó
ante un auditorio de elegantes caballeros. Mientras posaba su mano
sobre sus pechos, tapando como al descuido su mayor tesoro, mientras
palpaba su boca con el índice, dibujando sobre él un
delgado hilo de saliva y de rouge, mientras la transparencia de su
falda permitía adivinar el fino encaje negro de sus ligas y la
postura de sus caderas delataba el delicado triángulo de luz
que se dibujaba bajo su braga, la misma Fedra se hizo perfume en el
aire y desapareció. Lo que ocurrió después, en
aquel teatro, es trivial, predecible, y no nos importa.
El siguiente episodio, en el que comienza el
verdadero relato, está relacionado a mis píldoras para
dormir. Sucedió que, en las semanas que siguieron a la
tragedia relatada, yo no pude volver a dormirme antes de las dos de
la mañana, y esto era una verdadera amenaza a mi empleo y a
mis obligaciones. Fue entonces que un amigo me comentó lo de
las píldoras y, sacando un blister ajado de su billetera, puso
en mis manos los tres rosados y pequeños fármacos.
Aquella noche, luego de la cena y de la fantasía rutinaria con
Fedra, luego de ingerir la píldora y de recostarme, inauguré
la serie de mayor erotismo de mi vida. Estoy diciendo que yo, un
simple espectador, me acosté por tres noches consecutivas con
la misma Fedra Heart y que nuestro sexo fue tan real como lo fue mi
concurrencia al teatro la noche del incidente.
Si pierdo algún detalle, es posible que mi imaginación
alimente y multiplique el erotismo de lo sucedido, pero, como sé
que la fantasía no supera a la realidad, lo contado será
inevitablemente inferior a la verdadera lujuria con que Fedra y yo
nos tocamos, nos besamos, nos unimos. La primera noche ella llegó
hasta mi cama, vestida con los encajes de la última vez,
caminando el largo corredor de mi habitación con su andar de
hembra, arrojando por el suelo las plumas que cubrían sus
senos. Yo pude ver, por primera vez, los más hermosos senos
jamás imaginados. Fedra siguió acercándose,
soltando su pelo, que ahora cubría los pezones, en finos hilos
negros. Acariciaba sus caderas, como dándome instrucciones.
Siguieron besos, la humedad de nuestras bocas, la saliva de Fedra en
mi cuello, mis labios y su pecho. El fino encaje que cubría
sus piernas se incendiaba bajo mis yemas, y la seda de sus bragas,
tierna al tacto, se estremecía como un húmedo pez
esquivo.
La segunda noche fue la repentina aparición
de Fedra y yo en un oscuro corredor angosto, con tablas de
madera húmeda a los lados, por el que nos abríamos paso
siguiendo la tibia luz de una antorcha que Fedra sostenía en
su mano, mientras yo me dejaba guiar cerrando mis manos en su cintura
fina. Nada veía por debajo de sus rodillas, la oscuridad era
pesada y sensual. Por el filo superior de su falda corta, yo veía
asomar el elástico de su ropa interior, inmediata y ligera.
Las curvas en las que terminaba su espalda se adivinaban como
desnudas bajo la seda. El conjunto de piernas y caderas eran una
maquinaria de perfecto compás y yo, predecible, las atraje a
mi sexo con un fuerte movimiento de brazos. La antorcha caída
en el suelo me reveló el furtivo labio carnoso, el muslo
descubierto abrazando mi cintura, el encaje oscuro cediendo a mi
apresurada mano clandestina. Aquel elástico, que minutos antes
yo anhelaba con atracción animal, caminó por sus
piernas y desapareció bajo sus tobillos. Lo siguiente, ocurrió
todo en la máxima y oscura humedad.
La última noche, la de la última
píldora, Fedra se escondía en la alta copa de un árbol
y yo estaba con ella. Desde arriba, sentados sobre el mismo tronco,
uno detrás del otro, vigilábamos la lenta marcha de un
ejército furioso de sabuesos. La noche nos guardaba y el
silencio era nuestro tesoro. Pero como a los amantes les place jugar
con el peligro, no nos resistimos al tacto suave. Primero con lentos
movimientos de roce, luego con exigente urgencia. Mis manos, por
detrás, apretaban sus pechos, descendían hasta su sexo
inmediato, subían hasta su boca. Ahogando el gemido, Fedra
cedía a mis caprichos, y era mía, y el vértigo
de la altura y el vértigo de su vientre fueron la misma cosa.
Esto fue toda mi aventura con Fedra y no hubo
cuarta noche. Sé que nuestro sexo fue intenso, y que fue
pasional, justamente porque su caprichoso carácter irreal le
otorgaba un doble privilegio erótico: el del orgasmo y el del
oscuro secreto.
Dirán ustedes que los sueños
eróticos son corrientes, y tal vez tengan razón. Pero
lo que fomenta mi espanto, lo que convierte la serie de noches en
algo más espeluznante que una simple fantasía erótica,
es la pequeña posibilidad fantástica de que tal vez
Fedra ejecutara, la noche del teatro, un baile tan sensual, tan
perfectamente erótico, que la volviera (al estilo de los
llamados pases)
a donde realmente debió pertenecer siempre: al mundo de las
fantasías. Que Fedra Heart volviera a aquel mundo para
alcanzar la máxima expresión de su sensualidad y que la
perfección de su rojo arte erótico la encontrara con la
fantasía de mis profundos sueños inducidos.
He conseguido más píldoras.
Develado el misterio (y seguro de que la fantasía
es tanto o más excitante que la ejecución), me
abandonaré, cada noche, a la búsqueda de la hembra en
aquel otro mundo, menos trivial, más erógeno, de los
sueños con Fedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario