lunes, 24 de junio de 2013

Siempre he querido ser buena en algo. Isabel Tejada






Me he puesto la máscara de Catwoman, sólo así puedo mirarme desnuda al espejo. Es de charol, cutre. Más que una máscara parece una bolsa negra de la basura a la que le han hecho dos agujeros, pero cumple su función y, de momento, eso me basta.


Mi cuerpo no es estándar. A mí no me gusta mi cuerpo. Después de mis caderas anchas, de mis nalgas flácidas, de mi alta cualificación en carnes, de mi sexo no atravesado. Yo estoy, después. Me molesta ser reducida a un número. 33 años. 1´70 de altura. 68 kilos. 1 cabellera tierra de puntas quebradizas, a media espalda. 1 proyector en el pecho. 1 corazón que pendula. 2 pezones que no importan. A veces, me siento un fraude.


La noche de los lunes es mi noche libre y aún sigo, con la vista puesta en la cam, en el hombro donde se apoyan todos los hombres que vienen a mí, desabrigados, sedientos, buscando, como agua, a la contadora de historias. Pero hoy, el ritual es otro. Vengo a volar donde no se puede. Soy la que copula con la noche, con la piel translúcida, a modo de luna, que nadie quiso tatuarme un deshielo, darme un solo signo de referencia ¿La que copula con la noche? Menuda estupidez.


La noche de los lunes es mi noche libre y es mi noche de ruta, de búsqueda. Y qué busco sino un acontecimiento de vida. Sí. Los autobuses son útiles, ayudan a reducir la distancia de seguridad. Desconocido me ha descubierto, con las piernas cruzadas, observándole, aguantando. Sé dice así, con la mirada, la necesidad. A esta hora de la madrugada, somos pocos y entre nosotros nos reconocemos. Antihéroes de pana y sin brillo, náufragos que recogen un deseo roto, tirado en la calle y lo amparan y se conforman. Sigo siendo la niña que jugaba a “hacerlo donde pille” con los chicos de otras instituciones estatales, los que le bajaban las bragas en grupo y le enseñaban a ser habilidosa con la lengua, en los baños públicos o en los coches, cerca del vertedero, donde pensábamos que, seguramente, acabaría la mierda de vida que íbamos a llevar.


Decir ahora nos vendría de largo, en toda esta oscuridad contenida de este portal, en medio de ninguna parte. Quién puede culpar a una araña de tejer su red. Sé que me aguarda lo cutre en esta ceremonia de mendicidad. Y siempre es el mismo mecanismo. Desconocido cada vez es más sincero, suda, huele mal. Besa con prisa y a salivazos. Porque lo vivo está en los huecos, dos de mis dedos le abren desde atrás, obteniendo respuesta. No está muy seguro en qué posición colocarse y eso es precisamente lo que le excita, ser obediente, abrir su entrepierna y ofrecerme su polla, con el fin de encontrar algo de calor entre mis muslos, agradecido por la novedad de un encuentro furtivo a sus 50 y tantos. Siempre he querido ser buena en algo. Y me dejo hacer. Allí donde la desnudez nos resplandece, ha la selva de los invisibles y de los turbios sin valor que no piensan, que no quieren pensar en la mañana próxima. Desconocido se despeña, borda sus manos a mis pechos, me soba. Rastrea. Como un animal que marca su territorio, restriega su cuerpo contra el mío, pero no me busca con los dientes, arruinando el momento. Intenta una intensidad y tiembla. Se ajusta a mi cintura. Lo está intentando pero es lento, embiste con dificultad, resbala en mi coño empapado. Jadea, la respiración se le amontona. Cree que va a correrse de un momento a otro y me arrodilla, para casi ahogarme, agitándose hasta mi garganta, haciéndome rezumar de semen y una señal con la cabeza para que no lo escupa y se lo dé a beber.


Todo ha terminado y está amaneciendo. He de volver. Tengo que darme prisa.

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