viernes, 28 de junio de 2013

Días solitarios. Fran Martínez




Días solitarios.
Esos días en que la ansiedad de tus caricias es lo único que me da placer.
Inquieta la flor de tus ojos.
Esos días solitarios de alcohol y taberna.
Muros,
vegetación estéril.
Instante prometido,
sociedad brutal,
parto prematuro.
Dos bailarinas escenificando su muerte,
sus vaginas fluctuando en una danza salvaje .
La locura,
el amor inerte,
el despertar angustioso.
Habían hecho el amor tras un laberinto de espejos,
bailando cual tormenta de cabaret...

Buscaba en mi memoria tus manos y tu piel

tropezando los bordillos de la acera.



La ciudad expulsaba su frustración

plantando

flores

en el tacón de sus zapatos....



Y otro día

otro día más

follaba el estado de confusión permanente.... castigando

con alambres

mis putos labios de zorra.





miércoles, 26 de junio de 2013

Pero toda esta carne. Isabel Tejada


Earl Steffa Moran (December 8, 1893 – January 17, 1984)


pero toda esta carne


no es sino lo que toca
te doy el hambre si digo
fóllame con lo que queda después del sueño
te reconoceré si entras
tallado entre mis muslos emblanquecidos
hibernando apretado hasta que cada uno desde su cuerpo
se venza
y me lleves entonces la boca a tu sexo
y por último digas abre
que aceptes la lengua que obligo a interesarse
este hueco en mi garganta
sin acordarte del hombre solo del hombre que cae
y se pierde


lunes, 24 de junio de 2013

Mi mejor poema. Javier Vayá Albert




Es entonces, cuando me acerco, fantasma,
a tu oído y recito sucios versos
e inhalo tus derramados suspiros
y dejo que mi boca conduzca
el deseo desde tu cuello hasta tu ombligo
y mi lengua, serpiente ciega, recorra
el sabor de incendio de la piel
del interior de tus piernas
hasta hallar delicia de refugio
hundiéndose en tu húmeda madriguera
Y tú te transformas en delirio prodigioso
te doblas y arqueas en eterna ofrenda
y ensayas con tus labios un grito mudo
para contener entero al hombre
y eres de nuevo otra, tú multiplicada,
mutada ya en perversa amazona
que me cabalgas con salvaje dulzura
a través de relámpagos de magia
para cambiar de inmediato,
ya derretida y lánguida, dadora de luz,
me dedico minuciosamente a explorar
la geografía perfecta de tu desnudez
la albura inconexa de tu espalda
el olor de madreselva de tu pelo
pegado a la nuca por el sudor
sopeso con rigor científico
el tamaño de tus pechos con mis manos
mientras tus caderas se curvan en respuesta
y comienza mi turno como jinete
al mismo tiempo que abres tu boca sedienta
y volvemos a hacer de nuestras salivas
la mejor de las alquimias posibles.
Es entonces cuando estoy seguro
de haber escrito mi mejor poema.

Siempre he querido ser buena en algo. Isabel Tejada






Me he puesto la máscara de Catwoman, sólo así puedo mirarme desnuda al espejo. Es de charol, cutre. Más que una máscara parece una bolsa negra de la basura a la que le han hecho dos agujeros, pero cumple su función y, de momento, eso me basta.


Mi cuerpo no es estándar. A mí no me gusta mi cuerpo. Después de mis caderas anchas, de mis nalgas flácidas, de mi alta cualificación en carnes, de mi sexo no atravesado. Yo estoy, después. Me molesta ser reducida a un número. 33 años. 1´70 de altura. 68 kilos. 1 cabellera tierra de puntas quebradizas, a media espalda. 1 proyector en el pecho. 1 corazón que pendula. 2 pezones que no importan. A veces, me siento un fraude.


La noche de los lunes es mi noche libre y aún sigo, con la vista puesta en la cam, en el hombro donde se apoyan todos los hombres que vienen a mí, desabrigados, sedientos, buscando, como agua, a la contadora de historias. Pero hoy, el ritual es otro. Vengo a volar donde no se puede. Soy la que copula con la noche, con la piel translúcida, a modo de luna, que nadie quiso tatuarme un deshielo, darme un solo signo de referencia ¿La que copula con la noche? Menuda estupidez.


La noche de los lunes es mi noche libre y es mi noche de ruta, de búsqueda. Y qué busco sino un acontecimiento de vida. Sí. Los autobuses son útiles, ayudan a reducir la distancia de seguridad. Desconocido me ha descubierto, con las piernas cruzadas, observándole, aguantando. Sé dice así, con la mirada, la necesidad. A esta hora de la madrugada, somos pocos y entre nosotros nos reconocemos. Antihéroes de pana y sin brillo, náufragos que recogen un deseo roto, tirado en la calle y lo amparan y se conforman. Sigo siendo la niña que jugaba a “hacerlo donde pille” con los chicos de otras instituciones estatales, los que le bajaban las bragas en grupo y le enseñaban a ser habilidosa con la lengua, en los baños públicos o en los coches, cerca del vertedero, donde pensábamos que, seguramente, acabaría la mierda de vida que íbamos a llevar.


Decir ahora nos vendría de largo, en toda esta oscuridad contenida de este portal, en medio de ninguna parte. Quién puede culpar a una araña de tejer su red. Sé que me aguarda lo cutre en esta ceremonia de mendicidad. Y siempre es el mismo mecanismo. Desconocido cada vez es más sincero, suda, huele mal. Besa con prisa y a salivazos. Porque lo vivo está en los huecos, dos de mis dedos le abren desde atrás, obteniendo respuesta. No está muy seguro en qué posición colocarse y eso es precisamente lo que le excita, ser obediente, abrir su entrepierna y ofrecerme su polla, con el fin de encontrar algo de calor entre mis muslos, agradecido por la novedad de un encuentro furtivo a sus 50 y tantos. Siempre he querido ser buena en algo. Y me dejo hacer. Allí donde la desnudez nos resplandece, ha la selva de los invisibles y de los turbios sin valor que no piensan, que no quieren pensar en la mañana próxima. Desconocido se despeña, borda sus manos a mis pechos, me soba. Rastrea. Como un animal que marca su territorio, restriega su cuerpo contra el mío, pero no me busca con los dientes, arruinando el momento. Intenta una intensidad y tiembla. Se ajusta a mi cintura. Lo está intentando pero es lento, embiste con dificultad, resbala en mi coño empapado. Jadea, la respiración se le amontona. Cree que va a correrse de un momento a otro y me arrodilla, para casi ahogarme, agitándose hasta mi garganta, haciéndome rezumar de semen y una señal con la cabeza para que no lo escupa y se lo dé a beber.


Todo ha terminado y está amaneciendo. He de volver. Tengo que darme prisa.

jueves, 20 de junio de 2013

Mi sexo. Giovanni Collazos




Sacudo mi sexo deshojado y rugoso abandonado carmesí sin asombro
flamean sus números bacantes que saludan mi ciencia insomne
sobre los hombros llevo su peso el yugo de su guirnalda desierto.
Sacudo mi sexo furibundo y sus riberas se desatan errantes
las cadenas comprenden la sangre del agonizante fragor
los ebrios vientos pasan de costado con su dentadura
y no hay lenguas ni labios ni relojes fúnebres que afilen sus pies.
Sacudo mi sexo pulso por la avenida despojada
como criatura de escarcha con sus ojos frenéticos
mi sexo tierno encallado en su rebaño
su lecho vacío de poluciones
sus humedades su nocturnidad su entereza su médula su cáncer ciego.
Sacudo mi sexo y palpita como enjambre de ruiseñores como mordisco de perro
daga bórica sin palabras
carne que acopia muertos y trajes con esa pupila de humo
columpiándose por escaleras.
Mi sexo tumulto racimo de espuma
lo sacudo en aluvión de infiernos
en diluvios solitarios
en verdes alambradas y alcantarillas de tristeza
mi sexo afilado sin mortaja en su licor de sueño y su aullido ensangrentado.

martes, 18 de junio de 2013

Coleccionista de huesos. Jorge Coco Serrano




Cuando despiertes,
además de observar
tu quipu cabellera,
asegúrate que tu cuerpo
esté completo.


Por ti seré soprano desquiciado
y reventaré en pedazos,
con fuerza de planta animal,
tu núcleo, ese sexo pensador.

Por ti seré arcabuz disonante
y de un solo tiro
y de un solo jalón
terminaré con la última carne
que cuelga de tus huesos.

Entonces juntaré,
cúbito, rótula, peroné
y de esos huesos desgarrados,
molidos de tanto placer,
armaré una nueva mujer.

Por ti seré peor que yo.



Mujer,
si encuentras fracciones de tu cuerpo
regados por la cama,
perdóname,
no me las pude llevar.






lunes, 17 de junio de 2013

Deslenguada. Cristina Ocaña





¡Ja! Qué risa que me da. Me dijo que tenía la lengua muy larga y que quería escarbar en mis profundidades con ella. Cada noche quería follarme por escrito, pero yo no le dejaba porque me encantaba jugar a ser una princesa destronada. También me dijo que la tenía grande, muy grande, pero eso a mí me traía sin cuidado. Mucho blablabla, pero poca acción; demasiados desastres en mi vida ya. Los charlatanes transcurrían por mi vida como las lágrimas vertidas por culpa de ellos. Altos, bajos, feos, guapos, despistados, bipolares, locos de atar... Pocos eran los que dejaban una huella indeleble en mí. Pocos eran los que me hacían palpitar el corazón.

¡Ja! Qué risa que me da. Yo llevaba la falda muy corta y una camiseta de tirantes. Me pasé un verano entero con esa falda minúscula que a ratos se resbalaba ella solita junto con mis bragas. Necesitaba amor. Mucho amor, y ¿qué queréis que os diga? Sexo también. Aprendí a beber cerveza y a caminar con paso firme y seguro, como una diosa poderosa dadora de vida. Pasé de rubia tonta a pelirroja divertida y cuando me cansé de tanto deambular vestida de fuego me calmé un poco y me convertí en una morena inteligente.


¡Ja! Qué risa que me da. Morena inteligente… El follador que me follaba por escrito cada día se superaba a sí mismo. Me encantaba su lengua larga, larga, que intentaba lamerme a través de las palabras. Y su sexo que apuntaba al cielo cada vez que yo abría la boca para recibirlo. Poco a poco construíamos una historia sexual que no se correspondía con la realidad. Aunque éramos tiernos como magdalenas recién hechas ya no hubo remedio para nosotros, por mucha masturbación conjunta y orgasmos al unísono.

¡Ja! Qué risa que me da. Se nos acabaron las palabras, ya no sabíamos cuál utilizar para seguir follándonos por escrito. Una pena según tú, y dejamos de gustarnos. Me propusiste quedar, pero yo prefería seguir leyendo literatura erótica que quedar con un tipo al que se le habían acabado los recursos para follarme por escrito. Seguí buscando en el diccionario palabras rocambolescas y así volver a cazar a un desvergonzado como yo.

¡Ja! Qué risa que me da. Muy pocos saben ambientarse en un entorno verdadero y buscan el entorno virtual para ladrar igual que los perros. Aúllan a la luna en busca de una hembra en celo que apacigüe sus instintos animales. Beben los vientos por ninfas desesperadas en busca de un poquito de amor. Pasé por estados alterados disfrutando cada paso que daba y compadeciéndome después por lo acontecido. Llegué al extremo de no entenderme a mí misma porque mis etapas de vida no se correspondían con mi edad verdadera.

¡Ja! Qué risa que me da. Pinté mis uñas con tonalidades oscuras y me propuse soltar mis quejas al viento para que este se las llevara lejos, lejos a los hielos infinitos. Busqué otras manos que acariciaran mis pechos y que me dieran treguas descosidas. Me compré otra falda más corta y otra camiseta de tirantes, pero esta vez todo con un ligero toque de arco iris. Busqué palabras deslenguadas en bocas promiscuas que me alegraran la existencia cotidiana. Los corazoncitos de colores se acabaron para mí. Volví a mis risas sardónicas de siempre, y finalmente encontré a otro follador lascivo que volvió a follarme por escrito.


sábado, 15 de junio de 2013

Símbolos. Estela Aguilar Jiménez

Steve McQueen and Neile Adams
taking Sulphur bath at home.
Photo by John Dominis. 1963


Juega conmigo a ser un símbolo
ataviado de poema.
Desecharemos
pájaro,
árbol,
rosa,
viento, 
beso.
Tomaremos
fuego y agua de sexo.
Me desplegaré en corazón cóncavo
derramada sobre ti, viril icono.
Emergerán diluvios de deseo
mientras rebasas mis puntos cardinales
devorando cada llama a tu paso,
arrasando costilla y desierto.
Inquietos de amor líquido
nos desmoronaremos
en textura marítima
de efigies ajenas a su tiempo.

viernes, 14 de junio de 2013

A través del espejo. Miguel Silva




Con el cabello húmedo ella apoya su brazo sobre el contorno redondo del espejo biselado, testigo mudo del frenesí; espectador implacable —aún empañado por el vapor de su respiración entrecortada, rítmica, cadenciosa— de un revoltijo blanco y otoñal que acaba de finalizar. Ella se observa y observa sus labios amoratados por tantos besos, por tantos roces con ese ser que la observa a ella que se observa. Dos imágenes iguales, simétricas, pero solo una de ellas fue la que él amó con tanta pasión: la que mira con ojos inquisidores su otra imagen, la diabólicamente opuesta. Solo una de esas imágenes fue la que desplegó su piel entre las sábanas como un lienzo santo a punto de ser cristalizado por la transpiración. Abierta sus alas y su boca, sus piernas se habían enlazado con fiereza con ese otro par de piernas que se elevaron desnudas en medio de la blancura evanescente de la luz difusa. Ella apoya la mano y observa a través del espejo los restos de su osadía: una cordillera de almohadas destrozadas, un océano de algodón, un territorio pagano en donde mezclaron sus perfumes, el aroma a sexo, la savia translúcida, el olor a nube y a electricidad. Ella apoya la mano sobre el espejo e imagina, a través del reflejo, su cintura moldeada por las manos de él, esas manos que alisaron los pliegues de su vientre, de unas uñas rasgando el centro de su espalda, de una acometida con ímpetu hacia su centro divino, de un gemido de placer que puede causar el dolor. Ese dolor lacerante que ella quería amortiguar y a la vez no quería dejar de sentirlo, porque así lo necesitaba: tenerlo adentro para poder vibrar, para poder explotar en nebulosas y constelaciones y que sus jadeos empañaran ese espejo frío que ella ahora mira con su brazo apenas rozándolo. Se mira y no se reconoce. No reconoce el rostro que horas antes había entrado en esa oscuridad coloreada de fuego. Ahora su rostro parece destilar un saber confuso y excitante y a la vez un sabor a tierra, a mineral, a semilla, a corteza, como si fuese una fruta bíblica a punto de ser mordida por segunda vez. Se ve más sabrosa, más apetecible, más sensual, menos andrógina, menos vaporosa, menos etérea. Él la mira y quiere volver a arrancarla del espejo donde cuelga su imagen acuosa para volver a degustarla, a lamerle sus contornos suaves; a besarle los repliegues más secretos; a succionarle ese pimpollo granate que esconde unos dientes perfectos; a besarle el ombligo ausente; a morderle el cuello; a perderse en su pubis dorado, en sus senos, en su pelo. Ella se mira y quiere reconocerse en ese rostro plagado de las marcas de una realidad y de una gravedad aplastante. Es feliz al saber que él y ella pueden lograr eso: no reconocerse por unos instantes. Pero su deseo persiste. Después de la unión, después de verterse el uno sobre el otro sus néctares salados y cautivantes, el deseo persiste. El espejo lo confirma y saben que de quedarse se arremolinarán nuevamente en un huracán de pieles salobres y perfiles cobrizos por la penumbra; en un torrente de humedades. Pero tienen que volver, por eso ella se observa, por eso ella se mira antes de salir, para fotografiarse en la memoria, para que quede aprisionada en su cabeza su imagen invertida y terrenal. Pero se miran y se desean otra vez. Él siente la rigidez, ella la humedad. Quieren volver a la remembranza del espejo, a esa estepa de sábanas para entrelazar sus cabellos y sus vellos, sus sinuosidades y sus esponjosidades. Ella se mira y lo mira en el espejo. Él hace lo mismo. Tienen que escapar para sobrevivir a esa pasión que puede dejarlos al borde de la expulsión irremediable, pero su brazo desnudo se despliega, su cuerpo se perla, él se acerca y la mira en el reflejo, ella lo mira a él acercarse y, antes de volver, se dejan caer, como la polilla en la luz, en ese insondable pozo de estrellas.
El espejo seguía allí, viéndolo todo por segunda vez, opaco, indiferente, antes de quedar sepultado bajo una montaña de plumas que se encendían como pelusas fosforescentes.



viernes, 7 de junio de 2013

No me importaría. Ericka Volkova




Deseaba penetradle, sentir que su pene, en cadencia de empellones, traspasare con dificultad la húmeda y tibia vulva que apretare su miembro mientras que los tobillos de sus piernas descansaren sobre sus hombros, sujetando los muslos de ella con sus manos, sintiendo la delicada suavidad de sus medias que se asían a las piernas que, en destellos de la poca luminosidad, se flexionaren al compás de su sordo quejido en acorde a la penetración.
Trigueña natural, casi rubia, le había conocido en años anteriores. En aquel entonces poca había sido la atención que le prestare, quizás por los escasos y esporádicos encuentros que en esos días habían mantenido al igual que su poco atractivo facial, pues aunque éste no fuere en realidad desagraciado, tampoco caería dentro de aquellos inusuales y atractivos rostros que, producto de los bellos trazos que se forjaren con los años, acentuaren las imperfecciones que hacen resaltar la belleza de un rostro que sin ser perfecto, atrae la mirada hacia la línea de una nariz, o el contorno de los labios que encarnados necesidad de un carmesí no existe. O fueren quizás esas imperfecciones que a los ojos asimétricos la beldad de un contorno al perfil facial otorga. En cualquier caso, hasta ahora no les había notado, lo que en cierta medida le extrañare, pues ahora mismo sus facciones le agradaban, fantaseando con el jugueteo de su pelo que, sin ser completamente rizado del todo, caía por detrás de su cuello en abultada cabellera que entre sus manos, por ocasiones varias, entre sus cabellos sus dedos hubiere hundido, acariciándole mientras intentaba desenredadle.
No había comprendido y desconocía si ella le comprendiese; pareciere que su atracción fuere mutua en esos pequeños detalles cuando sus manos se escurrieren por el contorno de sus hombros, resbalando lánguidas por sus antebrazos hasta alcanzar las manos de ella, mismas que aferraba por instantes para dejadles libres y proseguir cual gotillas de agua que apenas la cintura y sus caderas tocaren para secarse en los muslos que invariablemente por las medias eran maquillados. Sus roces de piel continuos que él se afanare por accidente se produjeren no eran por ella rechazados en forma alguna y quizás ella misma buscare el propiciadles, más convencido de ello no le estaba, algunos pequeños detalles el dudadle le hacían mientras que otros tantos lo contrario le mostraren: “No me importaría que me vieras desnuda, total, ya me conoces” le había mencionado un día mientras charlaban.
Solían interactuar físicamente más allá de lo que la amistad simple pudiere permitidles, sin cruzar nunca el umbral que los amantes hubieren traspasado, pues ambos mantenían una relación activa con sus respectivas parejas sentimentales que, quizás, les impidiere el mostrarse abiertamente dispuestos y atraídos, mas ello había hecho que la relación que conservaban se distinguiese de cualquier otra, manteniéndose en el equilibrio de ese umbral que ninguno de los dos se atrevía a cruzar, al igual que ninguno de los dos dispuesto estaba en abandonar, pues la comodidad que ello les daba representaba en ambos la seguridad de no ser infiel, al igual que la confianza de proseguir con su interacción física y sentimental sin pedir u otorgar explicación alguna, misma que ninguno en ocasión alguna hubiere exigido o rechazado.
No me importaría que me vieras desnuda”, esa simple y pequeña frase se le había incrustado en su mente, y en cada ocasión que a ella recordare, invariablemente a la memoria sus palabras francas y de descuidada sencillez le volvía a escuchar, recordándole sentada mientras frente a él les pronunciare, con sus piernas cruzadas y su falda a los muslos ceñida. En pocas ocasiones le había visto vestir de pantalón, generalmente utilizaba faldas cortas por arriba de la rodilla y blusa de botonadura al frente, la cual dejaba desabotonada en los más cercanos al cuello para dejar entrever un poco del nacimiento de sus redondeados y pequeños senos. A él le agradaban; el que fueren de mayor tamaño desproporcionado a su cuerpo hubieren sido, pues sin ser una mujer de estatura media tampoco corta le era. Delgada y de infanta cintura el vientre plano con sus adustos glúteos rivalizaba, descendiendo su línea curva y gruesa en un par de muslos bien definidos sin ser musculosos, y los cuales en ocasiones varias nuevamente admirare mientras ella en al auto condujere, subiéndosele la falda al instalarse en el asiento y posar sus pies en los pedales del automóvil, observándole de reojo mientras que él, sin hipocresía, posare la vista sobre su figura, a lo que ella respondía con algunos movimientos de sus piernas para que su falda subiere aún más y dejar que él percibiere lo que oculto debiese permanecer. En algunas ocasiones, mientras ella conducía él solía juguetear con sus muslos, produciéndole cosquilleos con las puntas de sus dedos a lo que ella nuevamente respondía cerrándoles para soltar una risilla espontánea al tiempo que en infantil mirada a sus juegos no rechazare:
- Me debéis esa foto vuestra en bikini –solía comentadle
- Sí, te la debo, no me la he tomado aún. Cuando lo haga, te prometo que te la doy –respondía segura de que algún día lo haría.
Inexperta en la sexualidad, insegura de sus atractivos y ansiosa de aprendizaje fuere ella quien del argumento charla cotidiana hiciere, y él había olvidado cuál y cómo la primera sobre el tema hubiere surgido, adoptando su silogismo diario, alentándole a exploradle y profundizando de manera abierta sin tapujo que entre ambos sobrare, descorriendo velos que en su concepción en tabú por su educación pudiere haber adquirido, y los cuales en evidente arrojo de una ansiedad que a su cuerpo y deseo inundaban deseaba le fueren de su visión por alguien más ser apartados, sin atreverse a ser ella misma quien les quitare, otorgándose el pretexto perfecto de no haber sido ella quien quebrantare sus inexistentes convicciones, las cuales mucho deseaba el goce de lo prohibido experimentar, satisfaciéndose de ello en el brío de un gimoteo que finalmente a su ansiedad estallare. No podría haber deseado mujer sentirse, pues su fémino sentimiento en su ser todo se regodeaba; su placer en ello no radicaría, hacedle sentir mujer no bastare para su intensa ansiedad en momentánea calma tornar. Colorear sus contornos en arcoíris deseaba, que la luz al prisma atravesar no difractare, concentrando en un punto la luminosidad que a su obscuro rompiere, convergiendo en los lugares que ella eligiere, recorriéndole en libertad salvaje que en dominio del maestro su contacto la tranquilidad en convulsión a su feminidad trasformare. Mujer no deseaba ni podría haber deseado sentirse, le era y por mucho tiempo ya le había sido; mental y físicamente estremecerse ahora le correspondía, sentirse y verse deseada, explotarse cual objeto del deseo sensual que su cuerpo produjere, revistiéndose de encajes y entallados satines que a sus senos, caderas, muslos y cintura esculpieren; atractiva deseaba sentirse para producir en la mentalidad ajena la masturbación mental que la erección, por observadle desafiante en su ropaje íntimo ataviada, del observante infructuoso e impávido en él provocare.
Se sirvió en la copa los últimos rezagos del vino que el día anterior había descorchado, observando el reloj que marcaba el inicio de esa madrugada que, junto al cigarrillo que chupaba le distanciaban tanto de ella como del frío que su delgada chamarra no lograba apartar: “No me importaría…”, ¿acaso hubiere realmente importado si a alguno de los dos le hubiese importado? No deseaba dormir y terminar con su recuerdo, no deseaba terminar con el calor que le proporcionaba su cuerpo posado sobre sus piernas, ambos sentados, uno encima del otro, enlazados en un cordial y fraterno abrazo, ella reclinando su cabeza sobre su pecho, acurrucando sus fisonomías para que el descansare su barbilla en uno de los hombros de ella, enlazándole con un brazo en el costado de su antebrazo y con el otro, ciñendo su cintura, atrayéndole con sutil firmeza hacia la propia, descorriendo su mano firme a sus caderas de vez en vez, acariciándole en la falta de la caricia que sus manos no buscaren, mientras que las de ella, ingrávidas, permanecieren sobre el pecho de él en reposo, sin expresión sentimental que falseare el momento de intimidad que el cercano contacto físico en ambos produjere, desproveyendo los minutos de sus segundos que congelados en el frío al calor de sus cuerpos por entre sus comisuras se perdieren, permaneciendo eternos en instantes que sin habla, las palabras faltas en bocas que sin ser besadas entre la carnosidad de sus labios escurrieren.
Nunca hubo de vedle ataviada con el sostén y el liguero que ambos seleccionaren en esa tienda “on line” de internet; ella había preguntado por qué a los hombres les atraía ver a las chicas en lencería y él no había sabido responder, diciéndole sencillamente que era atractivo, como ella lo sería si le vistiese: “Tenéis ventajas a comparación de otras -le comentó- vuestro vientre es plano y la cintura la tenéis bien definida. Eso no es muy común en todas las mujeres”. Sabía luciría estupenda en ese atuendo de Victoria’s Secret, pudiéndole imaginar entallada entre las copas que a sus senos las varillas en forma redondeada dieren, envuelta en el ancho liguero de blanco encaje por arriba de las caderas, descendiendo tensas las ligas por entre el nacimiento de sus muslos para sostener unas medias que a sus piernas recorriesen, ocultando su tersa entrepierna por la brillante opacidad de una delicada y estrecha tela que a su vagina, cual segunda piel, se adhiriere, adquiriendo pliegues exactos en invitación a descorredles. Habían visitado varias páginas antes de seleccionar el atuendo adecuado, siendo para ella la primera vez que comprare uno similar, pues en su menester diario, el sentirse sensual, aun cuando sólo para ella fuese, no le había sido fomentado, seleccionando su ropa íntima en la tradicionalidad.
Ahora comprendía que su atractivo radicaba, en buena medida, en la ingenuidad sincera con la que le hubiere conocido y la cual, en su ambición de saciar las incógnitas sexuales que a su mente asaltaren, en inocencia adentrare las charlas sobre los más diversos temas eróticos que pudieren a la mente de cualquiera embelesar: “tenéis frío” solía decidle él al observar los pezones que, erectos, sobresaltaren por entre su blusa: “baboso –respondía ella- no es frío, ¿no has pensado que puede ser calor? –inquiría en burla”. Y quizás le fuere, pues en sus jugueteos de inexpertos amantes sus pezones solían endurecerse, apenándose ella en disimulo al igual que él, en mismo disimulo, acomodare por entre su pantalón el pene erecto que se negare a tomar la forma de reposo:
-¿Te gusta que la mujer grite y jadee con fuerza cuando se lo haces? -preguntó en alguna ocasión mientras él conducía su automóvil para dejadle en casa de sus padres.
-Es muy erótico, sí –respondió sin apartar la mirada del camino- os hace sentir que la satisfacéis plenamente, aunque en ocasiones os puede ser un poco incómodo, sobre todo si los vecinos pueden escuchar por entre las paredes.
- Huy –respondió espontáneamente- pues yo soy bien expresiva.
- ¿Lo sois? –preguntó de inmediato- ¿y cómo lo sabéis si se supone que aún virgen sois?
- No preguntes –respondió ella enrojecida mientras se reacomodare en el asiento- sólo supongo que puedo serlo.
Y le suponía, cual él igualmente le suponía, aumentando su imaginación y su deseo en deseadle, exploradle en su sencilla ingenuidad sin convertidle en discípula que presta aprendiere los secretos que sin descubridles, entre sus cuerpos los silencios rompieren. Caricias de principiantes que a su coyunturas se aferraren, desorbitados arrebatos que en revuelcos el desespero olvidar hiciere la premura de un grito o un jadeo que por él, o por ella expedido, el eterno en instante convirtiere. Ella el mismo deseo por deseadle parecía compartir, más nuevamente seguro de ello nunca le hubo estado, y quizás fuere mejor que así hubiere sido, dejar esa incertidumbre había hecho que su relación se incrementare fincada en un deseo aparente que ninguno de los dos palpable le hubiere expresado, demostrándose quizás su atracción en ese juego que diestros habían sabido de la nada fincar, llevándole a extremos que nunca quebrantaren cual los amantes expertos traspasaren, y no fuese por el arrebato que falto de impulso dejaren ambos de apreciar, pues en sus besos esporádicos de despedida, cuando sus labios se unían para decirse un sordo adiós, sus labios cerrados se mantenían, aprisionando una lengua que en furia la cavidad ajena deseare en su humedad con la propia entremezclar, reprimiéndose los placeres del dominio y la sumisión, la conquista y la capitulación.
Del deseo por deseadle ¡Maldita e infructuosa incertidumbre...!

No mentía Fidel. JuanJo Mora

No mentía Fidel cuando relataba su encuentro con la bruja del lago


Por lo que decían las crónicas de la región no mentía Fidel cuando relataba su encuentro con la bruja del lago. El problema era encontrar alguien en el pueblo o en el balneario que le quisiera escuchar todavía.

En Nozindela, la historia del encuentro de la bruja del lago con Fidel era algo parecido a lo que debe ser Quasimodo para el barrio de Notre Dame, Drácula en los alrededores del Castillo de Bran o las correrías nocturnas de Kafka por las calles de Praga.

El umbrío lago es el principal atractivo del balneario de Nozindela, y la bruja, el personaje más histórico y carismático de la comarca. La particularidad del relato de Fidel, el tabernero del pueblo, era que su encuentro con la bruja había sido erótico, por no decir pornográfico –a juzgar por los visajes con que los ojos de Fidel acompañaban a su lento vocalizar–, en vez de horripilante, como cabría esperar del encuentro fortuito con una bruja en los frondosos bosques de castaños y hayas que rodean el lago.

Otra peculiaridad era su detallada descripción de la lencería usada por la bruja, que ésta le permitió ver al aparecérsele de pronto tras uno de aquellos gruesos árboles, cuando el tabernero apenas contaba diecisiete primaveras. Eso y que, por mucho que le entusiasmara contar la historia una y otra vez, su relato nunca iba más allá del momento en que la bruja le bajó los pantalones. Nadie había conseguido hacerle pasar de ahí, ni de bromas ni de veras. Decía que era su secreto y que a la tumba se lo llevaría.

Quizás ese final interrumpido fuera la razón del hastío que provocaba Fidel con su historia, y no que la llevara contando por lo menos treinta años. Esa y el hecho innegable de que Fidel era, aparentemente, un hombre feliz sin más secretos; soltero sin compromiso conocido y que nunca salía del pueblo más que una o dos veces por mes. Siempre para perderse por los bosques de la orilla del lago, salidas de las que volvía canturreando sin decir a nadie donde había pasado la noche. Y así mes tras mes, año tras año, hasta el día en que no volvió.

Dos parientes lejanos –no le quedaban ya cercanos, por lo menos en el pueblo– y tres amigos, cansados de no poder entrar en la taberna, salieron a buscarle pero no le encontraron hasta el tercer día de la búsqueda, y gracias a que el perro de uno de ellos ladró hacia arriba de pronto y allí estaba Fidel, en la copa de uno de los castaños más viejos del bosque, completamente desnudo y enganchado entre las ramas con brazos y piernas, de cara al cielo.

Necesitaron llamar a los bomberos voluntarios de Frinante para poder bajarle. Dicen que tenía los ojos abiertos y su cara era la más pura expresión del éxtasis desde que Bernardette dejó de recoger leña y se asomó a aquella cueva a las afueras de Lourdes.

Sus ropas nunca se encontraron; por esa razón la gente, desde entonces, especula con que no fuera la Virgen a quien Fidel encontrara allí arriba, en lo más alto de su único secreto.


Abril de 2009

jueves, 6 de junio de 2013

Sueños con Fedra. Federico Santarcángelo

Lo fantástico nos acecha




Lo fantástico nos acecha. Tal vez por ese motivo acabamos por aceptar, casi como al descuido (pero no sin naturalidad), los episodio más inverosímiles. La siguiente historia podría anotarse dentro del grupo de las cosas increíbles, pero ustedes que me leen deben saber que yo no busco credibilidad, sino más bien algún consuelo. Que no quiero tanto una explicación, como volver a sentir su dulce aliento junto a mi oído; no tanto una satisfactoria relación de posibilidades, como poder recuperar, poderoso y virtual, aquel recuerdo del tacto de sus caderas y de su encaje. Sin embargo, llamado a la inevitable aventura intelectual en que todo hombre se embarca cuando necesita explicaciones, pienso que la verdad, en este caso, bien puede esconderse detrás de la antigua teoría de los pases

Para que ustedes comprendan de lo que hablo, necesitaré relatar dos episodios concretos. Uno, el reciente, el conocido por todos, es la desaparición de la bailarina Fedra Heart; el otro, más personal, el de mis dificultades para dormir.

Es cierto que ya nos hemos acostumbrado a su ausencia, y que las autoridades aun investigan la extraña magia que pudo haber provocado su espontáneo viaje secreto, pero yo, que estuve ese mismo día entre la audiencia que la vio desaparecer entre pasos de baile y acompañamientos de orquesta, no puedo pensar en otra cosa. Se levanta el telón, las luces se desvanecen y, por la alta escalera de rosas, Fedra comienza su lento descenso sensual, su erótica danza de seducción animal. Expone sus caderas y se sabe una hembra poderosa. Yo, que estaba en primera fila, viendo en pieles y sedas a mi heroína de recortes gráficos, no inventé su perfume aquella noche: puedo jurar que era dulcemente sexual y sugestivo, y que llegaba hasta el final de la sala, envolviéndola en deseos de posesión.

Aquí viene lo extraño (si dejamos pasar, desde luego, la fantástica hipnosis que es capaz de provocar una mujer), lo oscuro. Hablé al principio de la teoría de los pases, que nos explica, con delicada falta de detalles, el modo en que los exactos movimientos de las manos en un mago pueden causar la aparición y desaparición sucesiva de determinados objetos en el espacio. La teoría es antiquísima y fue objeto de estudio de numerosos magos y charlatanes. Su relación con Fedra me vino casi por casualidad, mientras leía un cuento del tipo fantástico, de Bioy Casares, en que las combinaciones del vuelo de un piloto de avión en el aire causaban su desvanecimiento y posterior aparición en un tiempo paralelo. Si aceptamos esa clave fantástica como posible, podemos entender (o jugar a que entendemos) la forma en que mi heroína, aquella noche, entre pasos tan elaborados como sexuales, se esfumó ante un auditorio de elegantes caballeros. Mientras posaba su mano sobre sus pechos, tapando como al descuido su mayor tesoro, mientras palpaba su boca con el índice, dibujando sobre él un delgado hilo de saliva y de rouge, mientras la transparencia de su falda permitía adivinar el fino encaje negro de sus ligas y la postura de sus caderas delataba el delicado triángulo de luz que se dibujaba bajo su braga, la misma Fedra se hizo perfume en el aire y desapareció. Lo que ocurrió después, en aquel teatro, es trivial, predecible, y no nos importa.

El siguiente episodio, en el que comienza el verdadero relato, está relacionado a mis píldoras para dormir. Sucedió que, en las semanas que siguieron a la tragedia relatada, yo no pude volver a dormirme antes de las dos de la mañana, y esto era una verdadera amenaza a mi empleo y a mis obligaciones. Fue entonces que un amigo me comentó lo de las píldoras y, sacando un blister ajado de su billetera, puso en mis manos los tres rosados y pequeños fármacos.

Aquella noche, luego de la cena y de la fantasía rutinaria con Fedra, luego de ingerir la píldora y de recostarme, inauguré la serie de mayor erotismo de mi vida. Estoy diciendo que yo, un simple espectador, me acosté por tres noches consecutivas con la misma Fedra Heart y que nuestro sexo fue tan real como lo fue mi concurrencia al teatro la noche del incidente.

Si pierdo algún detalle, es posible que mi imaginación alimente y multiplique el erotismo de lo sucedido, pero, como sé que la fantasía no supera a la realidad, lo contado será inevitablemente inferior a la verdadera lujuria con que Fedra y yo nos tocamos, nos besamos, nos unimos. La primera noche ella llegó hasta mi cama, vestida con los encajes de la última vez, caminando el largo corredor de mi habitación con su andar de hembra, arrojando por el suelo las plumas que cubrían sus senos. Yo pude ver, por primera vez, los más hermosos senos jamás imaginados. Fedra siguió acercándose, soltando su pelo, que ahora cubría los pezones, en finos hilos negros. Acariciaba sus caderas, como dándome instrucciones. Siguieron besos, la humedad de nuestras bocas, la saliva de Fedra en mi cuello, mis labios y su pecho. El fino encaje que cubría sus piernas se incendiaba bajo mis yemas, y la seda de sus bragas, tierna al tacto, se estremecía como un húmedo pez esquivo.

La segunda noche fue la repentina aparición de Fedra y yo en un oscuro corredor angosto, con tablas de madera húmeda a los lados, por el que nos abríamos paso siguiendo la tibia luz de una antorcha que Fedra sostenía en su mano, mientras yo me dejaba guiar cerrando mis manos en su cintura fina. Nada veía por debajo de sus rodillas, la oscuridad era pesada y sensual. Por el filo superior de su falda corta, yo veía asomar el elástico de su ropa interior, inmediata y ligera. Las curvas en las que terminaba su espalda se adivinaban como desnudas bajo la seda. El conjunto de piernas y caderas eran una maquinaria de perfecto compás y yo, predecible, las atraje a mi sexo con un fuerte movimiento de brazos. La antorcha caída en el suelo me reveló el furtivo labio carnoso, el muslo descubierto abrazando mi cintura, el encaje oscuro cediendo a mi apresurada mano clandestina. Aquel elástico, que minutos antes yo anhelaba con atracción animal, caminó por sus piernas y desapareció bajo sus tobillos. Lo siguiente, ocurrió todo en la máxima y oscura humedad.

La última noche, la de la última píldora, Fedra se escondía en la alta copa de un árbol y yo estaba con ella. Desde arriba, sentados sobre el mismo tronco, uno detrás del otro, vigilábamos la lenta marcha de un ejército furioso de sabuesos. La noche nos guardaba y el silencio era nuestro tesoro. Pero como a los amantes les place jugar con el peligro, no nos resistimos al tacto suave. Primero con lentos movimientos de roce, luego con exigente urgencia. Mis manos, por detrás, apretaban sus pechos, descendían hasta su sexo inmediato, subían hasta su boca. Ahogando el gemido, Fedra cedía a mis caprichos, y era mía, y el vértigo de la altura y el vértigo de su vientre fueron la misma cosa.

Esto fue toda mi aventura con Fedra y no hubo cuarta noche. Sé que nuestro sexo fue intenso, y que fue pasional, justamente porque su caprichoso carácter irreal le otorgaba un doble privilegio erótico: el del orgasmo y el del oscuro secreto.

Dirán ustedes que los sueños eróticos son corrientes, y tal vez tengan razón. Pero lo que fomenta mi espanto, lo que convierte la serie de noches en algo más espeluznante que una simple fantasía erótica, es la pequeña posibilidad fantástica de que tal vez Fedra ejecutara, la noche del teatro, un baile tan sensual, tan perfectamente erótico, que la volviera (al estilo de los llamados pases) a donde realmente debió pertenecer siempre: al mundo de las fantasías. Que Fedra Heart volviera a aquel mundo para alcanzar la máxima expresión de su sensualidad y que la perfección de su rojo arte erótico la encontrara con la fantasía de mis profundos sueños inducidos.

He conseguido más píldoras.

Develado el misterio (y seguro de que la fantasía es tanto o más excitante que la ejecución), me abandonaré, cada noche, a la búsqueda de la hembra en aquel otro mundo, menos trivial, más erógeno, de los sueños con Fedra.


miércoles, 5 de junio de 2013

Invitación a Halle Berry a acostarse conmigo. Maynor Xavier Cruz



Abrí la puerta, entrá despacio, descalza; dejá que te desnude con pausas tras cada botón de tu blusa, dejá que baje mis manos por tu espalda y desabroche tu brasier; pronunciá mi nombre mientras bajo tu falda; dejá que esta lengua se apodere de tu vientre, mientras cierras los ojos y te muerdes los labios, congelando tu sonrisa para mí y gimes, y voy besándote el abdomen hasta llegar a tu boca, y me mirás a los ojos mientras tu boca se ensambla a la mía, como pieza faltante; y mi sexo se hunde en el tuyo, despacio, suave, lento, disfrutándote, como te gusta que lo haga, para hacerte eterna y profanada al mismo tiempo y tu aliento se desplaza por mi rostro como buscando un sitio para habitar por siempre, hasta que te vienes una, dos, tres, cuatro veces, con gritos suaves y constantes y me exiges que siga hasta darte la victoria de verme vencido dentro de vos.

martes, 4 de junio de 2013

La misma cifra aunque le des la vuelta. Raúl Sánchez



Mi lengua mira por tu cerradura.
Su punta inquieta como una pupila
que gira a todas partes sorprendida
queriendo ser partícipe en la escena.


Ariete que se ceba en los enveses
de puertas entreabiertas y en barreras
que aguantan el asedio palpitantes:
incólumes frente a las embestidas.


Mi centro entra en la cueva de tu boca
y crece embravecido en la batalla
contra el viscoso monstruo que le apresa.


Quedamos en empate muy reñido.
Te rindes y mi lengua se retira.
Mi centro derrotado se desangra.