miércoles, 8 de agosto de 2012

Schopenhauer y Jean Eustache






Cuando el instinto de los sexos se manifiesta en la conciencia individual de una manera vaga y genérica, sin determinación precisa, lo que aparece, fuera de todo fenómeno, es la voluntad absoluta de vivir. Lo que en la conciencia individual se manifiesta como instinto sexual en general, sin dirección hacia un determinado individuo del otro sexo, eso no es en el fondo sino una misma voluntad que aspira a vivir en un ser nuevo y distinto. Y en este caso, el instinto del amor, por completo subjetivo, ilusiona a la conciencia y sabe muy bien ponerse el antifaz de una admiración objetiva. Porque la naturaleza necesita e esa estratagema para lograr sus fines. Por desinteresada e ideal que pueda parecer la admiración por una persona amada, el objetivo final es, en realidad, la creación de un ser nuevo, de determinada índole; y lo que lo prueba así es que el amor no se contenta con un sentimiento recíproco, sino que exige la posesión misma, lo esencial, es decir, el goce físico. La certidumbre de ser amado no podría consolar de la privación de aquella a quien se ama; y, en semejante caso, más de un amante se ha saltado la tapa de los sesos. Por el contrario, sucede, que, no pudiendo ser pagadas con la misma moneda, gentes muy enamoradas se contentan con la posesión, es decir, con el goce físico. En este caso se hallan todos los matrimonios contraídos por la fuerza: los amores venales o los obtenidos con violencia. El que cierto hijo sea engendrado: ese es el fin único y verdadero de toda novela de amor, aunque los enamorados no lo sospechen; la intriga que conduce al desenlace es cosa accesoria.

Schopenhauer. Metafísica del amor. Metafísica de la muerte.



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