Esos coños son siempre los mejores, porque nunca han sido vistos por nuestros ojos, que tropiezan con la muralla de las faldas o de los pantalones vaqueros, tan desastrosamente prolíficos entre la juventud. Los coños de las desconocidas se cruzan con nosotros en la calle y nos hiptonizan con su presencia apenas susurrada y nos llaman y nos hacen seguir su rastro, cambiando la dirección de nuestro destino. Los coños de las desconocidas dejan a su paso una estela de carne incógnita, de continente que hay que colonizar, pero cómo. A veces nos hacemos los encontradizos y abordamos a esas mujeres que se cruzan con nosotros en la calle, esas mujeres de belleza displicente que ni siquiera se dignan a responder a nuestro saludo, apremiadas por la cita con su novio o la misa de once a la que acuden solícitas. Yo he perseguido estos coños contra viento y marea, acompañándolos hasta ese parque donde los espera el hombre al que pertenecen, que suele ser un hombre decepcionante y sin alicientes, incapaz de saborear los goces que ese coño promete, y también los he seguido hasta la penumbra de las iglesias y me he sentado a su vera, en un escaño con reclinatorio, y he comulgado una comunión sacrílega en su compañía, y he fingido un tropiezo a la salida de la iglesia para tocar el latido de su carne, purificada por las bendiciones sacerdotes. Pero después de estas persecuciones clandestinas viene el regreso a casa, un regreso envilecido por el fracaso, encanallado por la renuncia inevitable. Y en casa me aguarda mi esposa, a quien amo entrañablemente, pero cuyo coño, de tan archisabido, sufre del agravio comparativo que implica el recuerdo. Porque a esas mujeres desconocidas e inalcanzables nunca -ay- dejamos de recordarlas, lo cual constituye un ejercicio masoquista de la memoria.
Coños, Juan Manuel de Prada, 1995.
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