Le
sentí explayándose dentro mientras lentamente le introducía.
Despacio, dejando que la vagina le lubricare para continuar
penetrándome en ese interminable ahogo que a mi boca enmudecía en
un susurrante y sordo quejido, abrazándole con los músculos de la
vulva en el redondel de su adusta y firme carnosidad, con mis muslos
alzados para rodear sus caderas y entrelazar los tobillos a su
acuñada cintura, sin dispuesta estar a que, falta del ímpetu
necesario, profanare acaso la decisiva precariedad de una falsa
huida. Sus firmes e ingrávidos senos denostaban la obvia prematura
de nuestra edad. La inexperiencia de ambas aunaba con la premura de
un juego sexual que había soslayado las pocas caricias previas que
entre ambas intercambiaremos, apresurándonos entre los besos para
desvestidnos de los caprichos que ahora sobre el piso de la
habitación desparramados yacían y que a nuestros cuerpos de la
impunidad habían cubierto, ocultando la desigualdad de unos ojos
cegados, negándonos a observar lo que negado por la prohibición el
tabú nos prohibiere. Disformes, amoldamos los cuerpos a ese amorfo
anudado, jadeantes la una y la otra, ensordeciendo la cúspide del
silencio que nos rodeare, cubriéndonos del atardecer que sobre
nuestra sudorosa piel agotare la fatiga de las pelvis que, en
movimientos constantes y continuos, a nuestros dispares sexos
satisficieren. Y ella, de su genética transversa, de mí hizo que en
su cuerpo la belleza yo admirare.
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