|
The Virgin Forest by Thomas Weir, 1969, for Avant Garde Magazine |
“No
sé cómo alguien puede aguantar contigo ni veinticuatro horas”,
dijo ella. “Eres un cerdo”.
Ella
se llama Mary Lou. Por supuesto es un mote. Un mote que a ella le
fastidia mucho y que yo no paro de repetirle. La frase la dijo hace
ya medio año. Aún está aquí.
Soy
un cerdo. Eso no se discute. Si ella no se ha largado es porque no
tiene donde caerse muerta. Bueno, la verdad es que no me molesta
demasiado.
“Tiene
un buen polvo”. No me gusta esa frase. Es la típica frase de un
gilipollas que no se come un rosco. Pero es la pura verdad. Tiene un
buen polvo. Sobre todo cuando va empastillada.
Cuando
va de éxtasis o de tripis o de ácido se deja follar de maravilla.
Incluso mejor que cuando está borracha o cuando se ha pasado con la
coca. Es curioso cómo las diferentes drogas afectan a la capacidad
de follar y ser follada. Sobre todo de ser follada, que es lo
importante.
A
mí no me gustan las tías que quieren mandar. No me gusta que me den
órdenes, que me digan cómo hay que ponerse, que las toque así o
asá, que vaya más deprisa o más despacio… Hay mujeres que te van
recitando una lista de normas mientras follas… Eso le quita las
ganas a cualquiera. Por lo menos a mí…
Si
ella exige demasiado, se acabó la fiesta. Por eso he cortado con más
de una. Y no me arrepiento.
Pero
Mary Lou es dócil. De normal es todo lo dócil y sumisa que yo
quiero que sea. Y luego tiene unos días asquerosos, unos días en
que está de un humor de perros y no se la puede ni tocar. Pero por
mucho que se enfade y me diga que se va a largar, e incluso se
largue al final, siempre vuelve, porque no tiene donde caerse muerta.
Una
vez se fue a la ciudad. Estuvo fuera una semana más o menos. Luego
volvió como si nada. Entró en la casa y se sentó en el sofá.
–¿Cuándo
coño vas a comprarte una tele? –gritó.
Yo
estaba arriba. La había visto venir por el camino. Bajé y la agarré
con fuerza. Ella protestó. La levanté del sofá y le metí mano.
Llevaba unos vaqueros sucios.
–¿Qué
quieres? No tengo ganas –volvió a protestar.
Sin
hacerle caso, le bajé de un tirón los vaqueros y las bragas. Se
quedó quieta en mitad del comedor, con la ropa por las rodillas.
–Me
he follado a un montón. Me he follado a tantos que he perdido la
cuenta.
Sabía
lo que iba a pasar y lo estaba deseando.
–Eres
una puta. Y te vas a enterar…
Me
quité la correa. Ella se corre de gusto con sólo ver que me quito
la correa. Se colocó en posición. Los pies separados y la espalda
arqueada. Las manos sobre la mesa y la cabeza entre los brazos.
Empecé
a darle. Primero despacio, luego más rápido. Empezó a gemir. Me
pidió que me la follara.
–¿Qué
dices? No te oigo.
–Fóllame.
Métemela ya… ¡Por Dios!
A
mí no me van demasiado los azotes. Lo hago por ella. Le encanta que
monte teatro. Le recuerdo a su padre. Pero Mary Lou no es masoquista.
Le gustan los castigos, le gusta sentirse una niña mala, pero no le
gusta el dolor. Si alguna vez me paso, ella se enfada.
Yo
le pido perdón. A mí tampoco me va el dolor. Con dejarle el culo
rojo tengo suficiente. Pero a veces me emociono con la correa. Y la
culpa también es suya, porque ella agita el culo, jadea, me pide que
le dé más fuerte, y yo no sé cuándo lo dice en serio y cuándo
no.
Apareció
Churchill y se fue directamente a su coño. Llega a la altura justa y
si no lo aparto de una patada empieza a lamérselo.
Dio
dos ladridos y empezó a subir y a bajar del sofá de un salto. Mary
Lou se rió y yo le pegué un grito. Pero no había forma de
quitárnoslo de encima.
–Lo
voy a llevar al corral –le dije a Mary Lou.
–¿Qué?
¿Ahora? No me dejes así, ¡Joder! –protestó ella.
–¿No
te has follado a tantos…? Pues ya vas servida…
Cuando
vio que me iba con Churchill se subió el pantalón y volvió al
sofá, maldiciéndome.
La
tuve así toda la tarde. Después de cenar le dije que me iba a dar
una vuelta.
–¿Dónde
vas? ¿No quieres el postre?
Se
pegó a mí como una lapa. Me acarició la nuca y me dio varios
mordisquitos. Ella sabe hacer eso muy bien. Estira la piel y parece
que se la va a llevar con los dientes, pero no te hace daño. Lo
mismo que cuando te mordisquea los cojones o la polla. Tú le dejas
hacer porque sabes que no cometerá un error de cálculo, ni
queriendo ni sin querer. Con otras mujeres he tenido muy malas
experiencias. Pero Mary Lou, si no va borracha, no es peligrosa.
No
se lo iba a poner tan fácil. Me la quité de encima y mientras lo
hacía le contesté que “el postre me lo había tomado ayer en el
Oasis”. Eso le sentó mal. Muchas veces hemos discutido por eso. Me
dice que no entiende por qué voy de putas si la tengo a ella. Yo le
respondo que follar con una sola mujer es muy malo para la salud. O
le respondo que hago lo que me da la gana y que si no le gusta pues
ya sabe dónde está la puerta. Según como me pille.
Esa
noche no discutimos. Mary Lou se limitó a meterme mano en el paquete
y a murmurar con esa voz suya que sabe que me pone muy cachondo:
“Bueno, tú verás… Pero ibas a tener un regalo especial…”. Y
claro, entre su tono y sus palabras no pude menos que cambiar de
idea. Hacía más de dos semanas que no tenía “regalo especial”
y aquella promesa era algo que no podía pasar por alto. Pero los
regalos hay que ganárselos. Y al final siempre acaban saliéndote
caros.
No
volvió a quejarse por la tele. Ni por las estufas. Ni por los
mosquitos y las moscas y las arañas y las culebras y los escarabajos
y los escorpiones y por todos los bichos y animales del mundo.
Pareció que ella también estaba deseando hacer las paces conmigo.
No tuve que esperar mucho para tener mi regalo y ella no puso ninguna
condición. Por la mañana se levantó temprano y cuando me desperté
me había preparado el desayuno.
–¿Has
dormido bien, eh? –preguntó sonriendo.
–De
maravilla. Soy el hombre más afortunado del mundo.
Mary
Lou pensó que lo decía como un cumplido. Pero lo decía de verdad.
Lo decía porque era así como me sentía. En realidad no pido mucho
a la vida, un buen polvo de vez en cuando y un par de cosas más. Con
eso me basta.
Vinieron
días tranquilos. Ella me ayudaba en la huerta. Daba de comer a las
gallinas y a la cabra. Limpiaba la casa y preparaba la comida.
Después salíamos a pasear con Churchill y con Lisa. Lo mejor de
vivir en el campo son los paseos al atardecer. Bajábamos al río y
nos dábamos un baño cuando ya se habían ido los veraneantes. A
Mary Lou le encanta que le vean el culo. Lo va enseñando por todas
partes. No hay remanso del río, prado o bosque donde no se haya
desnudado. Pero a mí los veraneantes me ponen enfermo. Sobre todo
las pandillas de chavales que van de acampada y los domingueros. Son
escandalosos, estúpidos, guarros e ignorantes. Lo dejan todo lleno
de porquería y se creen con derecho a pisar por donde les da la
gana. Más de una vez he estado a punto de darle una bofetada a algún
crío gilipollas, o pegarle un buen grito a una maruja patosa. Pero
aquí no quiero tener problemas. En el pueblo me conocen todos. Y los
domingueros son bien recibidos en el pueblo porque se dejan el dinero
en el bar y en el supermercado. Y algunos incluso duermen en el
hostal.
Así
que lo mejor para no tener problemas es bajar tarde al río, cuando
ya está empezando a anochecer. Y aunque el agua está fría y no te
puedes secar al sol, por lo menos te puedes bañar tranquilamente en
pelotas y luego siempre te puedes dar un revolcón en la orilla, que
eso también sirve para entrar en calor.
Llegaron
las fiestas y los dos estábamos de buen humor. Desde principios del
verano ella no había tomado nada. En la verbena de San Juan había
pillado una buena borrachera, como siempre, pero no había mezclado
el alcohol con las pastillas. Yo tuve miedo porque no pude estar
controlándola. Pero dejé aviso a Toni y a el Maño y ellos la
tuvieron a la vista en todo momento. Bailó como una loca y montó un
pequeño escándalo al final de la noche, pero luego se dejó
conducir como una vaca mansa. Y por la mañana me la encontré
durmiendo plácidamente en la cama, con los perros acurrucados a su
lado. Mary Lou borracha tenía un buen polvo. Se abría de piernas y
te dejaba entrar entre ronroneos de gata dormida. Y Mary Lou con las
pastillas justas se volvía una fiera salvaje, y te llenaba el cuerpo
de arañazos y bocados, lo cual en ciertos momentos también tiene su
gracia. Pero Mary Lou pasada de rosca no era un espectáculo
agradable. Sobre todo ahora que yo ya no quería emociones fuertes.
La
novia de Toni nos invitó a su peña. Mary Lou estuvo encantadora. No
hizo nada de lo que normalmente solía hacer. Habló con todas las
amigas de Laura. Estuvo simpática y no llamó la atención más que
por su vestido, un vestido negro muy elegante que le marcaba todas
las curvas y que hizo que Toni y los otros tíos no dejaran de
comérsela con los ojos en toda la noche. Pero por lo demás todo fue
muy tranquilo. Fuimos al Dark y no tuve que ponerme chulo con ningún
paleto. Ella estuvo todo el rato pegada a mí. Bailó mucho, pero sin
alejarse lo más mínimo. Y yo no pensé mal, aunque era evidente que
Mary Lou estaba rara.
Llegó
la noche de la última verbena y yo me extrañé al ver que no se
ponía sus pantalones “todoterreno”. En su lugar se puso unos
vaqueros azules, muy ajustados, que le quedaban de maravilla pero que
si bebía demasiado podían ser un problema. Pensé en decirle que se
los cambiara. Hacía unos meses ella y yo habíamos tenido una
discusión muy fuerte por algo así. A Mary Lou no le gustaba usar
los servicios de los bares. Decía que estaban asquerosos. Y en las
verbenas se montaban unas colas terribles, así que Mary Lou
aguantaba lo que podía, y claro… con tanto alcohol algunas veces
acababa teniendo un accidente. Con los pantalones negros o con una
falda no había problema, pero con los pantalones azules todo el
mundo se daba cuenta. Y lo peor es que a Mary Lou aquello no parecía
importarle lo más mínimo. Seguía bailando y bebiendo como si tal
cosa. Y si yo le decía que aquello no era bueno para su reputación
(ya de por sí bastante mala) ella se burlaba de mí.
Una
noche me pilló mal y le contesté. No debí hacerlo, sobre todo
porque no estábamos solos. Pero me pilló mal, ya lo digo. Y
entonces ella me contestó y yo le grité y ella… en fin, que
liamos una gorda. Ahora recordaba aquello y miraba con preocupación
los pantalones de Mary Lou. No le dije nada, aunque estuve toda la
noche pendiente de su entrepierna.
Pero
lo que pasó fue algo incomprensible. Mary Lou no bebió. No es que
bebiera poco… Es que no bebió nada. ¡Nada! Se pidió un vodka con
naranja y tuvo el vaso en la mano toda la noche, sin casi ni
probarlo. Y aquello acabó de mosquearme. Y por si fuera poco estuvo
otra vez pegada a mí durante todo el rato. Y de tanto en tanto me
daba un abrazo o me pedía un beso, y me preguntaba si tenía frío,
si estaba bien, si estaba cómodo, en fin, que se preocupaba por mí,
algo que no solía hacer cuando iba de fiesta. Así que yo no sabía
que pensar.
Cuando
llegamos a casa los dos estábamos sobrios. Habíamos andado todo el
camino en silencio. Ella se cogía de mi mano y luego se soltaba. Me
pareció que algo le rondaba por la cabeza. Pero yo estaba demasiado
metido en mis pensamientos para imaginar cuáles serían los suyos. Y
sin embargo, lo que le rondaba por la cabeza a Mary Lou debía tener
que ver con su extraña conducta. Comprendí que tenía que
preguntarle. Y como siempre que una repentina intuición me asalta de
repente, no pude tener la boca cerrada ni un segundo más.
–¿Qué
cojones te pasa? ¡Estás muy rara!
Mary
Lou me miró fijamente. No era una buena señal. Me acerqué y le
cogí la mano.
–Si
es algo malo, dilo ya – le supliqué.
Me
soltó la mano y se sentó en la cama. Empezó a quitarse la camisa
pero de pronto se quedó quieta, mirando al vacío. Aquello era muy
malo. Pero yo no podía hacer otra cosa que tener paciencia.
–La
he jodido –exclamó de pronto.
Si
hubiera dicho “la hemos jodido” yo hubiera suspirado con alivio.
Pero lo que había oído no era eso. Lo que yo había oído (y me
había parecido oír bien) me dejaba fuera del asunto. Yo podía
imaginar en qué líos podía meterse ella por mi culpa, pero no
sabía en que líos se había metido sin mí. Mary Lou volvió a
quedarse en silencio, abstraída. Pero yo me coloqué delante y me
agarré la cara con las dos manos.
–¡Dímelo
de una vez! ¿Qué pasa? –le grité.
–Si
te lo digo te vas a enfadar conmigo –murmuró con un hilo de voz
muy débil. Y ya no dijo más.
No
hubo manera. Para tranquilizarme me prometió que me lo diría a la
mañana siguiente. Pero cuando me desperté ella se había ido.
“Me
has tratado bien. Es mejor que me vaya. No preguntes. Es mejor que no
lo sepas”. Eso decía la nota. Sólo eso. Cuando la vi pensé que
era una broma, que ella estaría escondida por alguna parte. Era
estúpido. Pero no podía creerme que se hubiera ido. No así.
Siempre
que se marchaba era después de una discusión. Y cuando se le pasaba
el enfado volvía. Podía pasar un día o una semana, pero siempre
volvía. Yo no tenía que hacer nada. No tenía que ir a buscarla,
sólo tener paciencia, y no cagarla después, cuando volviera con
cara compungida, pidiéndome perdón con los ojos…
Aquella
mañana yo no sabía qué hacer. No habíamos discutido. Yo era un
cerdo. Y a veces ella tenía razón en enfadarse… Pero aquella
noche no había pasado nada. Estaba rara, muy rara, pero yo había
tenido paciencia con ella. Y ella me había prometido que me lo
contaría todo…
Evidentemente
ella no pensaba contarme nada. Fuera lo que fuera, había decidido no
decírmelo.
Así
que traté de averiguarlo por mi cuenta. Estuve pensando bien cómo
hacerlo. Podía preguntar al Toni y al Maño. Pero era evidente que,
si ellos sabían algo, no me lo iban a decir.
Lo
mejor era disimular. Hacerme el tonto. Dejar que ellos mismos se
delataran. O que lo hicieran sus novias. Ellas siempre estaban
criticando a sus hombres. Si podían humillarles en público, no
perdían ocasión de hacerlo. No decían nada del otro mundo, por
supuesto, pero a veces un simple comentario podía ser más revelador
de lo que ellas pensaban. Yo sólo necesitaba una pista, un hilo del
que poder tirar…
Dejé
pasar unas semanas. Luego agucé el oído… Pero nada. Nadie se fue
de la lengua.
El
verano está a punto de terminar. Nada ha cambiado, pero todo es
peor. Hace unos días me llegó una postal suya. Fue una sorpresa. Y
una gran decepción… La postal repetía lo mismo. “Lo siento. No
tengo derecho a hacerte daño. Es mejor dejar las cosas como están”.
¿Qué coño quería decir con eso? Era una postal antigua. Una playa
cualquiera con bañistas y apartamentos. Benidorm años sesenta. Pero
también Cullera, o la Costa Brava o Marbella. No tenía remite. El
matasellos no aclaraba nada. Estaba muy borroso. Podía ser de
cualquier sitio.
Muchas
veces pienso que esto es una broma, una broma pesada. Mary Lou es
capaz de eso. ¿Pero por qué? Otras veces pienso lo contrario. Que
no es capaz de hacerme algo así. Soy un cerdo. Pero no la he tratado
mal.
No
tengo ganas de hacer nada. He ido al Oasis (antes no iba, A Mary Lou
le decía que iba para enfadarla, pero en realidad me iba a algún
bar o a dar una vuelta por los campos), pero no tenía ganas ni de
eso… Ya no me interesan mis proyectos. No entiendo nada. Hace ya un
mes.
Ella
aún puede volver. No es la primera vez que se va. Miro la ventana
todo el rato. En cualquier momento me parece que va a aparecer por el
camino, con sus vaqueros sucios, con su sonrisa pícara. Dispuesta a
ponerme a cien.