de Sex, Beatriz Gimeno. Editorial Egales.
Por
fin llama a la puerta, abro y entra Ana con esa sonrisa suya que
tanto me duele. Al verla es como si me vertiera, como si todo lo de
adentro saliera afuera; el corazón, la sangre, las tripas, el sexo,
los músculos, todo se vacía y después vuelve a llenarse en un
movimiento que me incendia por dentro. Estamos de pie frente a
frente, mirándonos. Ni siquiera nos hemos saludado porque yo, como
siempre que estoy con ella, no sé qué quiere de mí; no sé lo que
preferiría que yo hiciera, porque no suele halar mucho y yo, que me
gusta contarlo todo, me quedo paralizada con su silencio. Entonces
alza su brazo y restriega su mano cerrada contra mi boca hasta
hacerme daño y, cuando ya me voy a quejar, abre la mano y me
acaricia los labios con los dedos; con sus preciosos dedos, delgados
y huesudos, que parecen hechos nada más que para introducirse en
todos mis orificios. Su dedo perfila primero mis labios cerrados y
después presiona para abrirlos. Su dedo perfila primero mis labios
cerrados y después presiona para abrirlos, y ese mismo dedo recorre
mis dientes y después mis encías para empapar mi saliva y con ella
empapar mis propios labios. Por fin, cogiéndome la cara con la otra
mano, me abre la boca y me mete un dedo, dos, tres; y yo los chupo y
los acaricio con mi lengua, los recorro, los succiono mientras ella
los mete y los saca y recorre todos los intersticios de mi boca.
Después es su mano entera la que juega con mi boca, la palma de su
mano, la que aplasta contra mi cara; es su mano la que intento lamer
y es su dedo pulgar el que me trago. Por fin se cansa de este juego y
se decide a besarme. El beso de Ana, que reconocería ante cualquier
otro beso, que es tan extraño, tan diferente. Mete su lengua en mi
boca, la recorre entera, me muerde los labios, me llena la boca de su
saliva. Yo gimo y retrocedo, porque siento que me falta el aire, los
pezones me duelen, el clítoris hinchado y palpitante me avisa de la
necesidad que tiene de que le toque y le descargue. Por eso quiero
que su mano me presione ahí: en el centro neurálgico de mi
desesperación, aunque sea por encima del pantalón. Le cojo la mano
y se la llevo hasta ese lugar, que me desespera y del que siempre me
falta ella, y se la aprieto contra mí. Pero aún no es el momento y
por eso, desasiendo su mano que busca retenerla en mi pierna, me da
una bofetada que sirve para mostrarme, por si me quedaba alguna duda,
quién manda ahí, por si no lo había entendido. Ana, naturalmente.
Su bofetada, que ha dejado mi mejilla encendida y caliente, me ata a
ella más fuertemente que si me pusiera una correa en el cuello: así
fue desde el principio, así será siempre.
Entonces
me sube la camiseta por encima de las tetas; ya sabe a estas alturas
que nunca llevo sujetador. Me pellizca los pezones, me los acaricia
primero con suavidad, después con más fuerza, hasta que consigue
ponerlos duros y erguidos, y después me los succiona. Me desabrocha
el pantalón y, metiendo su mano por debajo de las bragas, pone su
mano en mi coño, y sólo ese contacto supone un placer tan intenso
que tengo que poner mi cabeza en su hombro, apenas me tengo en pie.
Empieza a apretarme el clítoris rítmicamente y siento que me voy a
correr, pero Ana no quiere que eso ocurra y por eso, cuando siente
que ya estoy a punto, me empuja hasta la cama, me pide que me desnude
y los hago. Y durante un rato que se me hace eterno me mira ahí,
bien abierta, abierta para ella en realidad, y entonces se quita el
abrigo (aún no lo ha hecho). Lo deja en la silla y saca del bolsillo
un dildo y un condón, y se lo pone despacio y con cuidado.
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