Tras
algunas demoradas espirales que descienden hasta mi cintura y se
detienen un segundo en el nacimiento de las nalgas, me vuelvo hacia
él, impidiendo mediante una deliberada lentitud la pérdida de
contacto entre las yemas de sus dedos y mi piel. Nos besamos sin
abrir los ojos, avergonzados los dos, e indecisos, nos lamemos los
labios con suavidad, cachorros que cuidan el uno del otro. Y él me
toma de la mano y me la aprieta; una petición de permiso para seguir
avanzando que recibe por respuesta el arqueo de mi espalda, la
exhalación de un hondo suspiro. Nos sentamos sobre el colchón sin
abandonar los besos, sin atrevernos -abiertos los ojos ahora- a
mirarnos, y me dejo conducir fuera de la cama, hasta el blanco frío
de una pared. Con una mano apoyada en el estuco, deslizo la otra
hasta la cabeza de Jorge, que se ha arrodillado a mis pies. Sonrío,
contenta por fin de ser quien soy, de encontrarme en el preciso lugar
donde me encuentro.
Que
se arrodilla en el suelo y me abraza las piernas como si abrazara a
un ídolo: la misma ciega devoción en el modo de acariciarme, de
presionarme con una intensidad calculada. Consigue que me sienta
poderosa, feliz por formar parte de este instante que debe, puesto
que es efímero, ser apurado. Trato entonces de absorber el tacto de
sus manos sobre mi cintura, mis caderas, mis muslos; también a
través del tacto, la textura de su pelo negro. Al mismo tiempo, y
esto me resulta más sencillo, intento fijar su imagen, arrodillado a
mis pies, profanándome como lo está haciendo ahora, con una
veneración casi mística. Y es una imagen que, probablemente,
permanecerá en mis retinas hasta el final de mis días, una de las
que rescataré cando busque fotogramas felices a los que coser el
pasado. Soy tan feliz como puedo serlo. Tan feliz que llega a
dolerme.
de Morbo (Ed. Eclipsados, 2013).
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