domingo, 26 de mayo de 2013

Dibujarte. Cristina Ocaña




No me conocías pero una mañana fría de abril esbozaste mi silueta con trazos furiosos y desbocados sobre tu lienzo gastado. Breves imágenes se aparecían ante ti pero solo cuando llegaba el ocaso y ya destrozado sucumbías a Morfeo, en ese preciso instante intuías ese cuerpo femenino que tanto te provocaba. Soñabas conmigo noche tras noche y en tu eterna obsesión –ya que tan solo se te revelaba una fracción de mi anatomía– día a día dibujabas una parte de mi cuerpo, como a pedacitos; ahora una mano que recorría tu espalda, ahora unas piernas sinuosas abiertas al abismo, un pecho voluptuoso encajado en tu boca. 

Fragmentos de imágenes se clavaban en tu retina, olores, sabores truculentos, sonidos de risas cadenciosas. Como en un collage, ibas colgando los dibujos en la pared de tu estudio y enfrascado en tu enajenación decidiste buscarme en los rostros de la gente que transitaban junto a ti, de camino al trabajo, de vuelta a tu casa, en el bar donde cada mañana hacías el café.

Pasaron los meses y ya me tenías completamente dibujada, pero no podías darle vida a ese garabato insensible y carente de vida que representaba mi cuerpo, querías poseer mi alma y todos mis sentidos, pero era improbable porque los rostros mudaban una y otra vez.

Como una Sibila, yo también te soñaba entre mis sábanas juguetonas. Anticipaba tus sueños vinculados a los míos. Mis labios se entumecían con solo pensarte, mi pecho se erguía, mi piel se erizaba con solo pensar en el roce de tus dedos, como una onda eléctrica, la explosión transitaba por todos los rincones de mi cuerpo y se centraba en mi sexo engreído que anhelaba ese engranaje perfecto, con tu miembro presto a sucumbir en una vorágine arrolladora que nos condujera a la locura. Yo sabía a ciencia cierta el día exacto de nuestra tentación más sublime, de nuestro encuentro más arrollador, de la sed, la eterna sed que sentían nuestros cuerpos por apagarse el uno en el otro. Y llegó la roja seducción entremezclada con el fuego incandescente del delirio abrumador. Llegó la hora tenue, la vida desvelada, los besos azul eléctrico que desencadenaban chispas de estrella. Llegó el encuentro que se posaba en nuestra mirada profunda, ansiosa, destructora de nuestros envoltorios desechables como mi vestido, tu camisa y pantalón, la ropa interior, que denostados iban cayendo como pétalos de flores en el suelo.

Ausencias y presencias estallaron en el olvido. Mas tú, sí tú, dibujante ingrato, te obsesionaste con otro retrato y yo Sibila caída en la desdicha, olvidé mis predicciones y sucumbí al encanto de tus besos nefastos.

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