Tampoco tenía mucha importancia el nombre tanger restaurant impreso en la carta, ni la equívoca descripción de los platos en un francés de andar por casa descalzo y sin cervezas en la nevera, ya que, al fin y al cabo, yo prefería seguir pensando si nos encontrábamos a las puertas del Atlántico, para no reparar en el sudor que dibujaba senderos en mi frente o el incipiente sucedáneo de epilepsia abrazando mis muslos mientras ella me sonreía y pretendía explicarme los ingredientes y sabores de las especialidades de la casa, buscando mi rodilla bajo la mesa, encontrándola y considerándola un estorbo en su camino hacia lugares más remotos de mi geografía. Y yo repitiendo mentalmente atlánticoatlánticoatlántico como un mantra subnormal, dando vueltas mentales a un mandala estructurado, en mi mente, de agua y peces, oleajes y playas, todo lo necesario, lo que sea, con tal de no desmayarme y golpear con mi frente el pegajoso hule que protegía la madera de la mesa con un ejército de florecillas de colores de incierta procedencia. Así que atlánticoatlánticoatlántico y sí, por supuesto, me parece bien, tajín de kefta, sí, y ella descerrajaba un disparo en mi líbido, encañonándome con sus labios certeros y mejorando su español cada vez que repetía comer con las manos, es bueno, luego tu poder chupar dedos míos, ¿sí?, vamos a comer con las manos, verás qué bueno, no pasa nada, luego te dejaré lamer mis dedos, y podrás seguir lamiendo toda parte de mi cuerpo que desees, ¿sí?, comeremos con los dedos como buenos marroquíes y después no los lavaremos, los dejaremos así para que tu lengua pueda lavarme y dejar impoluto mi cuerpo entero, ¿sí?, mejorando su español y olvidando el Atlántico porque ahora las aguas se habían abierto y, al frente, sólo quedaba ella, como un Moisés femenino, impío y libidinoso. Así que el español de ella, tan de juguete, repiqueteaba en mis oídos con la excelencia de un idioma perfecto, con frases que ella no pronunciaba pero que, de poder, de saber, sin duda, hubiera pronunciado. Mientras, yo anticipaba ya el momento en que, definitivamente controlados mis nervios, pudiera hundirme en el océano, mar o laguna (¡qué más da ya el tamaño de los flujos acuáticos!), de su vientre.
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