sábado, 8 de septiembre de 2012

Pavana para una infanta difunta. Miguel Ángel Maya León


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He derramado lo que quedaba del quinto dry-martini sobre el informe del forense. No he podido hacer nada por evitarlo. Todo me da vueltas. Me pongo a gatas en medio de esta semioscuridad para buscar algo con lo que secar el informe. No encuentro nada que seque. Una vez que te he dicho que “el informe del forense es concluyente y no deja lugar a dudas” algo se ha derrumbado. Hasta ahora el centro de gravedad era el triángulo claroscuro que formaban tus piernas cruzadas y el borde gaseoso de tu falda y tus ojos de gata casi obscenos. Te has ido, a la cocina, al baño, a cualquiera de las habitaciones, al trastero, a la azotea. No sé. No conozco este lugar. Me has traído domesticándome poco a poco. Y me has abandonado apenas te he dicho una verdad. Te lo he contado casi todo. El centro de gravedad o el epicentro de todo esto es ahora el dry-martini derramado. Todavía no te he dicho nada de lo que vi en el hipódromo y en el puerto. No me atrevo. Recuesto mi cabeza en la banqueta del piano. Desisto de mi intención de secar el informe del forense. Esto me convertirá en un ser mezquino cuando regreses. Lo sé, pero me da igual. Cierro los ojos. Empiezo a dormirme casi sin querer. Mi postura es la de un rocambolesco difunto: recostado con la palma de las manos en el suelo, junto al informe forense empapado, apoyando mi nuca en la banqueta roja del piano de donde tú acabas de levantarte después de doce palabras mías y ocho compases de Ravel. No has vuelto. En el duermevela imagino que te has quitado las bragas y que estás llorando en una de las habitaciones que imagino más allá de la oscuridad del pasillo. También imagino que tu pubis mantiene una danza de mareas con el colchón o las sábanas. Y que lloras y tiemblas y te mojas. No tengo fuerzas para volverme y oler la banqueta.

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Ahora sí te huelo. Abro los ojos. La mancha de dry-martini ha llegado a la palma de mi mano izquierda y a la planta de tu pie derecho, que está exactamente a menos de un centímetro del meñique de mi mano izquierda. Mi codo derecho, apoyado en la banqueta del piano, como mi cabeza, siente el roce casual de tu pierna izquierda, cuya rodilla se flexiona en una lentitud etílica. No entiendo del todo tu posición. Trato de ubicarme. No sé si has llorado, porque no he podido ver tu rostro ni si están rojos tus ojos de gata casi obscenos. Te huelo más. El borde de tu falda cosquillea en mi pecho y en mi frente. Sudo. Trato de incorporarme, pero el interior de tus muslos aprisiona mi cráneo en un deslizarse suave que acaricia mis orejas. Todo es ginebra y absurdo. Tengo el origen del mundo a pocos milímetros: es lamioso y cálido. “Antes de esto necesito decirte lo que pasó en el hipódromo”, balbuceo y rozo mis labios con una topografía pálida y rasurada. “¿Y qué es esto?”, preguntas. Mi aliento alcohólico y caliente y mis labios rozando y rociando tu rosada piel rasurada medio entreabierta y lechosa. “Antes de esto”, qué estúpido. Tus dedos abren más tu sexo desde atrás. La falda se ha levantado. No cosquillea en mi pecho. Lo abres exageradamente y te sientas sobre mi rostro. Te sientas, me oprimes, esparces la baba del origen del mundo en una calidez sublime por sobre mis accidentes geográficos: la nariz, la boca, la barbilla, la frente. Es un vaivén casi imperceptible, un baile de jugos y carnes que monopoliza todos mis poros y sentidos salvo uno: reaundas la pavana con tus dedos. Resbalas tu coño empapado por sobre los accidentes de mi rostro y mi lengua. Acaricio la punta de mi polla que se agranda en una sucesión de pálpitos. Todos los poros de mi rostro están ya impregnados de ti. Tus dedos reaunudan la pavana. Mi lengua se satura de lava pero necesito decirte lo que vi en el hipódromo, y que los seguí a todos ellos hasta el puerto, y que también sé lo que pasó en el puerto. Mi polla está tan dura que cada vez se aleja más de todos los verbos que necesito decirte antes de adentrarme en el origen del mundo: el origen del mundo es un contrapunto de gruñidos y ritmos y músicas y en tu caso es lava y es un llanto homenaje por lo irremediable de lo que ha sucedido dos noches atrás en un hipódromo y en un puerto deportivo...

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Tus manos se alejan del lugar donde se están reconstruyendo las últimas dos noches. Con el pie derecho pisas el pedal que alarga los Si graves que apuntalan las yemas de tu índice y tu pulgar izquierdos, y el Re, el Sol, el Si, el Fa que dejas flotando con el pulgar, el índice, el anular y el meñique respectivamente. El pedal se encarga de dejar ese acorde en el ambiente. El dedo anular derecho que no ha tocado una sola tecla araña mi nariz saturada de jugo blancuzco y se adentra abriéndose paso entre la carne que lleva a tu interior y mis encías. Lo sacas repleto de savia y lo deslizas por mi boca hasta el fondo. Me bebo la savia. Me dejas con sed. Vuelves a metértelo, ahora con movimientos más arrítmicos y crispados. Las falanges se confunden con mis labios y mi lengua, cada vez más enloquecida y vibrante. Sé que no has sido tú, me digo, cuando el acorde termina de extinguirse al compás de tus jadeos. Veré cómo salvo este informe forense y cómo maquillo de palabras lo que vi en el puerto y en el hipódromo.

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Eso sí, una cosa es maquillarlo, me digo, y otra cosa es fingir que no ha sucedido nada. Me armo de valor. Y armarme de valor coincide con una montaña rusa de jadeos y el movimiento de toda una mano y toda una lengua y toda una polla necesitando desentrañar pliegues y muros. Te pegas a mí. Me haces daño en la nariz con los nudillos de tus cuatro dedos a medio entrar. Me asfixias. Te corres. Marco los tiempos mientras me armo de valor. Te armas de valor. Aprietas el gatillo. Una ráfaga atraviesa mi pecho. Te equivocas haciendo esto. Podías haber esperado a que me corriera. Otra ráfaga atraviesa tu sien. No sobrevivimos a veinte minutos de reanimación cardiopulmonar y a un fondo sonoro de sirenas. Por lo menos el forense de este caso tendrá una nueva razón para rehacer el informe. Odia que las bebidas se derramen sobre sus palabras.  

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