Desconozco todo sobre tus calcetines.
Quiero
creer que te los cambias cada día,
pero
la verdad es que ignoro de dónde salen.
En
ocasiones descubro alguno entre los míos,
tal
vez hasta los he calzado en un momento confuso.
¿Dónde
los guardas? ¿Cuándo los lavas?
¿Dan
vueltas en el tambor junto a mis calzoncillos
y
se secan juntos al calor de nuestra terraza?
Nunca
me había fijado en ellos
aunque
dan mucho de sí. Te los quito
de
un tirón, y quedan colgando ridículos
como
muñecos de guiñol, como moco de pavo.
¿Dónde
van luego? Me da lo mismo. Te imagino
de
compras en la sección de ropa interior.
¿Cómo
los eliges? ¿Vas sencillamente
al
cajón de los más baratos?
¿100%
algodón o con algo de lycra?
La
tarde que te conocí, no reparé en tus calcetines.
Las
manos se me fueron a tus piernas morenas.
Venero
tus pies de estatua de diosa griega
tus
tobillos de guerrera nubia, la tibia
carne
en el hueco de tus rodillas.
No
me importa el destino de esos envoltorios
cuando
los arranco como piel de conejo
para
revelar el suave relieve de tus dedecitos,
sensibles
pececillos al tacto.
Cuando
rezo a la bóveda de tus pies
con
dedicación, cuando digito
y
pulso las cuerdas que convierten en placer
la
ancestral tortura china, nadie más conoce
el
secreto que ocultan tus calcetines.
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