martes, 25 de marzo de 2014

La lluvia acontece en tu cuerpo y... Teresa Domingo






   La lluvia acontece en tu cuerpo  y
es musgo que te late en la piel 
con la tormenta del semen. 

Consagrada, te abrazo desnuda y
palpito en la respiración de tus flores
como si en mí viviera una perra voraz. 

Viene el fuego, y tú ardes en la purificación
como si fueras una llama que tiembla
de una estrella en el alba. 

¡Oh sol, oh rayo de Isis, oh beso de Osiris! 

domingo, 9 de marzo de 2014

Después de. Carmen Solsona







Resonó en su cabeza, el golpe seco, choque de puerta y dintel, la que el día antes había atravesado entre supuestos y conjeturas, deseando que llegado al punto culmen todo fuera como debía. No iba desencaminada, ni siquiera cuando los pasos dados en medida distancia, celeridad precisa, aún a costa de la inquietud y nerviosismo, más propio de una adolescente, que de una mujer madura, zigzagueaban en curvas asfálticas de la ciudad natal que ahora le ofrecía, dadivosa, motivaciones imprevistas, súbitas escenas que esbozaba en su cabeza, cortos y minirrelatos suficientes para hacer un maratón de sensibilidades en versión original. El portazo siguió retumbando durante el descenso, en cuenta atrás, de los siete pisos, no eran números, estaban ahí, las respuestas a aquellas que hizo en sentido contrario, una tras otra, aclaradas y resueltas.

Notaba en su boca un sabor olvidado, el que postergó en pos de un "querer estar" sin más pretensiones; el sabor de su polla, ese último momento de gozo que experimentó, felación ejecutada con torpeza, dada la falta de hábito, ni siquiera podía recordar la última realizada, y sin embargo el temor quedaba atenuado por la lascivia que experimentaba y deseo de traspasarle con su saliva la misma sensación que había experimentado cuando le había tenido entre su piernas, dentro de ella, dentro de su coño húmedo y cálido, provocándole un orgasmo casi eterno.

Apretaba con fuerza los libros, pegado a su pecho, él, poesía reveladora, la que ahora lee queriendo aprender, versos, esos u otros que perfilaron, en su cabeza e interior, lo anterior y lo posterior; el cambio de lo que creyó inamovible, pétreo, frío. Y sin más remedio, volvió al asfalto, intentando contener la pregunta del "después de", ahora sin ondulaciones, sin metáforas, aquellas que las musas reclamaban, las escritas por sus diálogos, sus miradas, sus caricias, sus besos, porque ahora, sin retóricas, explícitamente, le echa de menos.


sábado, 8 de marzo de 2014

En la distancia. Ericka Volkova


1953. Paul Emille Becat Genuine Vintage Etching Art Print



No es esta la primera ocasión en que la distancia a nosotras nos separa. Creía, por ello, que estarlo a mí escasamente afectaría, mas las habitaciones de hotel monótonas se han convertido, aseverándose que estas paredes de color desprovistas en los falsos rincones vuestra sombras ocultan.

No es vuestra voz que por el auricular escucho quien la vehemencia sosiega; es la hambruna mía que por vos exige, demandándome en este apetito por la boca engullíos para saboreaos en esa piel dócil que entre los dedos a mis labios adoso. Y en estas noches faltas, sobre este abyecto tálamo tendida de vuestro nombre sus letras a mis muslos aferro, esperando fueren ellas quienes la humedad con su lengua la ambición de una elegía desequen.

De luz falta, las sombras con vuestra voz en mis senos frente a frente escucho… 

viernes, 7 de marzo de 2014

Anfaegtelse. Angélica Liddell






Mi madre nunca me ha querido. Y por eso me convirtió en un monstruo de amor. Siempre he deseado más amor del que me podían ofrecer. Siempre he deseado el amor que no encontré en mi madre. Y por eso le pedí a los hombres un amor gigantesco, sin condiciones, sin límites, sin final, como supongo que debe de ser el amor de una madre. Los monstruos de amor deseamos ser amados sin pausas, sin descensos. Los monstruos de amor somos increíblemente ingenuos. Creemos en las cimas y en la vida en las cimas. Y eso es imposible. En la cima te congelas, te comen los buitres, o te mueres de hambre.

Recuerdo la historia de una muchacha que subió descalza hasta una cima, en Alicante, el cerro de las Águilas. Antes de marcharse dijo, me voy porque es el fin del mundo, se tendió en la cima tranquilamente, y murió. En las cimas uno siempre está solo. Los alpinistas del amor somos solitarios que llevamos a cuestas la máxima altitud. He llegado a la conclusión de que toda mi vida he buscado el amor de una madre. Y yo he amado con la bestialidad de una madre, de una novia, de una hermana, de la patria y de los ahogados del Sena, todo junto.

TU MADRE ME COME LA POLLA.

Voy buscando a alguien que me ame por la forma que tengo de comerme el arroz, alguien que no sepa quién soy, alguien que me vea en un restaurante chino, comiendo arroz, y empiece a amarme, sólo por eso, por la forma en que tengo de masticar el arroz, de tragarlo, de poseerlo en mi estómago, nada más, alguien que me ame por verme comer arroz, alguien que no me maltrate por comer mucho, o poco o no comer, como tú me maltrataste mamá.

Mamá, si me hubieras cantado esta nana no hubiera necesitado a nadie, hubiera sido fuerte, te hubiera tenido a ti, mamá, no hubiera suplicado amor como una indigente, pero me hiciste indigente, me arrodillé a los pies de los hombres, me abracé a sus piernas suplicando amor, me dejé arrastrar por unas escaleras suplicando amor. Escucha, mamá, esta es la nana que deberías haberme cantado. Esta es la puta nana que deberías de haberme cantado.

MAMÁ, TE ODIO.


jueves, 6 de marzo de 2014

Siempre soñando... Felipe Zapico





Siempre soñando
con muejeres con hoyos de venus
siempre
las camareras ante la cámara de las cervezas
siempre
fuera de alcance
cobertura
siempre
sin poder poner unas briznas
de coca
o speed
ni siquiera
un poco de sal
para el tequila
siempre
siempre
siempre
con ganas de lamerlos.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Podología. José María Martínez







Desconozco todo sobre tus calcetines.
Quiero creer que te los cambias cada día,
pero la verdad es que ignoro de dónde salen.
En ocasiones descubro alguno entre los míos,
tal vez hasta los he calzado en un momento confuso.
¿Dónde los guardas? ¿Cuándo los lavas?
¿Dan vueltas en el tambor junto a mis calzoncillos
y se secan juntos al calor de nuestra terraza?

Nunca me había fijado en ellos
aunque dan mucho de sí. Te los quito
de un tirón, y quedan colgando ridículos
como muñecos de guiñol, como moco de pavo.
¿Dónde van luego? Me da lo mismo. Te imagino
de compras en la sección de ropa interior.
¿Cómo los eliges? ¿Vas sencillamente
al cajón de los más baratos?
¿100% algodón o con algo de lycra?

La tarde que te conocí, no reparé en tus calcetines.
Las manos se me fueron a tus piernas morenas.  
Venero tus pies de estatua de diosa griega
tus tobillos de guerrera nubia, la tibia
carne en el hueco de tus rodillas.

No me importa el destino de esos envoltorios
cuando los arranco como piel de conejo
para revelar el suave relieve de tus dedecitos,
sensibles pececillos al tacto.
Cuando rezo a la bóveda de tus pies
con dedicación, cuando digito
y pulso las cuerdas que convierten en placer
la ancestral tortura china, nadie más conoce
el secreto que ocultan tus calcetines.

martes, 4 de marzo de 2014

Oopart. Federico Santarcángelo





En su prolija devoción por la filosofía oriental, por el yoga, por los mandalas, Amalia dejaba en evidencia toda su occidentalidad. En un principio yo creí, con algo de injusticia, que ella era una muchacha más de esas que saben encontrarse en las capitales de mi país, que pretenden ser reconocidas por sus gustos y querer ser alguien a través de lo que fueron los demás. A pesar de eso, me sentí fuertemente atraído hacia ella; atraído de un modo violento y melancólico. En una fotografía gastada puedo verme junto a Amalia en un olvidado jardín de una república casi lejana, caminando bajo la cítrica sombra de unos limoneros, vagando con fresca felicidad entre el rumor de algún arroyo anónimo, por calles de un marmóreo y granítico empedrado gris. Sí alguna felicidad había en aquel sitio, era sin dudas la que agregaba la sonrisa de Amalia, tan sonora, tan sincera, tan de siempre.

Pero no voy a desviar mi relato.

A medida que uno envejece, la memoria se decora de pormenores insignificantes que al fin de cuentas vienen a ser algo así como las pinceladas finales en un cuadro, que agregan lo que fue sustancial desde el principio. De ese modo ha estado trabajando mi memoria, edificando un universo tan complejo e íntimo del que yo casi podría ser ajeno. Haré un esfuerzo por recordar a Amalia tal y como era, y no como he creído verla después de tantos años de extrañarla.

Era yo, por ese entonces, un muchacho joven, fuerte, con la fortuna de que las mujeres me amaban solamente porque yo no había aprendido a querer todavía. He aquí como muchas veces los máximos placeres les son ofrecidos a las personas que menos méritos han hecho para merecerlos. Lo cierto es que yo paseaba entre abrazos y escotes con la misma fugacidad que trae implícita la urgencia de la vida; como si sin proponérmelo quisiera recuperar algo que había tenido y que había perdido alguna vez.

Pero un día nos unimos; y una sola semana bastó para alimentar toda una vida.

Fue una tarde y fue en abril que encontré a Amalia, y supe que mi búsqueda había cesado. Desde el primer día la quise y porque sus placeres diferían tanto de los míos fue que encontré en ella un desafío que me animó. Amalia caminaba bajo la lluvia cuado estaba triste, se cortaba el cabello cuando estaba aburrida, había leído y estudiado a los poeta antiguos, sabía latín y memorizaba unos cientos de poemas que citaba en nuestras conversaciones. A mi me bastaba, para estar completo, su compañía. Tenerla cerca en la hora del crepúsculo, mientras la última luz del día hacía méritos por atravesar el vidrio empañado de la casa, era mi jardín, mi vergel. Todo eso era nuevo para mí: yo la quería por su pasado, por el sabor de la literatura en sus labios pálidos, por el dibujo de sus ojeras y la caricia de su pelo, por la bebida que compartíamos en el debate lúdico y edificante sobre civilizaciones antiguas. Después de citar alguna famosa sentencia, solía decir: “lo sé porque estuve ahí”. ¿Cómo no quererla? ¿Cómo creer que hasta ese entonces ella hubiera vivido en la solitaria compañía de poetas muertos?

La tarde en la que se centra mi relato fue la última y también la más enigmática, la más dulce de nuestra historia juntos. Caminábamos del brazo por un corredor de piedra, a través del casco antiguo de una ciudad anónima. Amalia me había explicado, la noche anterior, que descubrir una ciudad nueva era redescubrir, una vez más, las cosas que nos daban felicidad, y que esas cosas no cambian con el tiempo: los arcos herrumbrados sobre una puerta antigua, las plantas que ofrecen sombra a un viejo sentado en la vereda, el color del cielo justo antes de una lluvia ligera. “En todo eso me reconozco una vez más, y entiendo por qué te quiero tanto”, me dijo. Hacia el final de la calle, un vendedor ambulante puso en mis manos una rosa pálida, y yo la acepté porque entendí que rechazarla sería una forma de negar la sentencia que Amalia había dictado con tanto amor (esas supersticiones no me abandonaron jamás). Caminamos un poco más, y bajo un árbol de copa oscura nos sentamos, extasiados de horizonte y de besos. De un momento a otro se escondía el sol y un apenas visible disco plateado adornaba el crepúsculo. No fue ni antes ni después a ese cambio brusco de luz que sentí en los labios de Amalia el más intenso halago de fruta, el más íntimo y húmedo tesoro de su pasión. Algo debió haberme alarmado, porque intenté desprenderme de Amalia con horror. Una remota brisa me golpeó como queriendo despertarme de un sueño antiguo, como si el peso de mi cuerpo hubiera sentido el cansancio y el desgaste de miles de años. Amalia sonrió, casi ancestralmente. Nos besamos y sobre la tierra húmeda nos amamos, una, dos veces. Ya desnudos, con los sentidos abiertos nuevamente al mundo, sentimos el latido acompasado de la savia en los árboles, el aleteo nocturno de los últimos pájaros espantados, el granítico paso de los insectos, la maquinaria del universo recorriendo las horas.

En una isla de Grecia, hace cientos de años, vos me quisiste así. Lo sé porque estuvimos ahí, salvo que yo lo recuerdo”, dijo Amalia. “Tenés que ver qué lindas cosas eras capaz de escribir y leerme”. El destino me perdone, yo pensé que ella jugaba conmigo; yo no entendí, en ese momento, cuánta verdad había en la oración. “Muchas veces habrás soñado con aquel umbral, nuestro umbral. Muchas noches habrás despertado con el amargo sabor de haber perdido una fortuna”, agregó.

Minutos después la había perdido para siempre, o al menos por otra eternidad. En algún otro lugar (en algún otro tiempo) ella me seguirá buscando.

Algunas noches temo que me encuentre así, viejo y abandonado al recuerdo, y que ya no me reconozca. O quizás eso no sea más que la superstición de un hombre cansado.

sábado, 1 de marzo de 2014

Comunión. Cristina Peri Rossi

En Sangrantes, VV.AA. Luna Miguel (coord.) (Origami, 2013)




Y como de un cáliz
bebí la sangre de tus entrañas
la sangre que manaba entre tus piernas
lluvia de vida y de amor
de dolor y de fuerza

Tú manabas sobre mi boca
como mana el agua al sediento

como la fuente gotea en verano.

Tú escanciabas desde los orígenes
tus óvulos de menstruo tu celo

Y luego,
te di a beber mi propia sangre
manó sobre tu boca sobre tu pecho
sobre tus mejillas

Pacto de sangre
pacto de amor
sello sagrado
cálices gemelos
la hermandad del amor
y del género.