(Habla Peter
Quint):
A los que vivimos después de morir, en un espacio de
tinieblas pálidas, en una condenación fría y vacía, nos es dado
volver al mundo, si nuestra maldad exige un cumplimiento definitivo,
si podemos realizar un último apogeo de la corrupción. Y además
necesitamos la materia, a la que añoramos, para poder continuar el
amor tras la muerte, mi amor perverso hacia Lilith Jessel.
Ella y yo
nos encontramos hace un tiempo en este ámbito de silencio y soledad,
sin más fantasmas que nuestras dos almas sucias, mas no lográbamos
el contacto anhelado, el amargo y violento estrechar de los cuerpos.
Nos mirábamos sin ojos, fundíamos las conciencias, pero nos faltaba
algo, la carne en que expresar el éxtasis. Cierta intuición
prodigiosa nos reveló la posibilidad: una sutil infiltración a
través de los dos niños que tanto nos quisieron, esos Flora y Miles
que seguían viviendo, y a los que habíamos iniciado en el camino de
la perdición, en las normas secretas y profundas de esa maldad que
es la fuente de los más altos goces, gracias a una depravación
gloriosa; aquellos niños que, entre risas, nos vieron cometer
los actos más impuros. ¡Qué hermoso es corromper un alma inocente!
Y empezamos: fue fácil como un juego. Cierto es que, al principio,
la presencia de esa nueva institutriz nos molestó como una
intromisión inoportuna. Mas en seguida vimos que podía constituirse
en un divertimento, un añadido a la expansión del mal, algo que
siempre nos alegra. Con un inapreciable esfuerzo de voluntad,
conseguíamos ser visibles para la pobre señorita, y la espantábamos
como en un tópico relato de fantasmas, con variados efectos
visuales, sonoros, térmicos, en una maravillosa manifestación de
creatividad artística. Se volvió medio loca. Mientras, poco a poco
comenzamos a controlar las mentes de los niños, y a entrar en sus
cuerpecitos. No sé cuál era el máximo placer, si modelar la
conciencia de los inocentes, o si meternos en su tibia materia, y
así, durante unos minutos, yo en Miles y Jessel en Flora, poder
entregarnos a las más salvajes formas de un sexo asqueroso, más
infame aún al realizarse mediante dos cuerpos infantiles. Y era muy
gracioso ver las tiernas almas de Flora y Miles (al lado de las
nuestras, compartiendo el mismo espacio) atónitas ante los inmensos
placeres que les eran revelados. Todavía no sé si llegaron a
saborear alguna onda de nuestros orgasmos. Pero, por una ley
desconocida, tales fornicaciones únicamente duraban unos instantes,
y Jessel y yo debíamos salir de los niños, a los que, no obstante,
nos era permitido regresar al día siguiente. Por cierto, una vez la
tonta institutriz nos sorprendió, es decir, vio a Flora y Miles
copulando, sus bocas emitiendo indescriptibles obscenidades, oyó
palabras y gemidos que eran los míos y los de mi Jessel.
Horriblemente espantada, separó a los niños, se llevó a Flora y, a
partir de entonces, sus sueños fueron húmedos. No se atrevió a
asumirlo, tal vez quiso borrarlo de su memoria, en todo caso no dijo
nada nunca, ni a la señora Grose ni a nadie, y por supuesto omitió
este episodio en su tímido y estúpido manuscrito (que luego sirvió
al señor James para componer una célebre novelita).
Un día
comprobamos con pesar que no podíamos penetrar más en los niños.
Ya no nos servían. En un acceso de furor, acabé con la dulce vida
de Miles, ante la estupefacción de la institutriz, que creía poder
hacer algo frente a mi potente presencia. Aunque esta enloquecida e
ignorante señorita había enviado a Flora a Londres, puede que
debido a la erótica escena antes referida, mi querida Lilith Jessel
no permaneció ociosa, y, emulándome (¡tal es la fuerza del amor!),
a las pocas semanas mató a la niña, con lo que ahora estamos los
cuatro en este infierno vacío, en estas tinieblas pálidas, y
buscamos nuevos cuerpos con los que fornicar entre nosotros a
través del tiempo interminable.
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