Tengo
en la retina tatuada tu imagen, pero tu rostro se desdibuja con el
tiempo.
El
contorno de tus labios se ha convertido, cuando intento recordarte en
un borrón de sangre desvaído.
El
ámbar de tus ojos, ahora, solo es el fondo de un pozo que refleja
soledad.
Tus
hombros, tu cuello y tu pecho, que albergaron mi reposo y mi
inquietud, son una informe masa de carne desolada.
Tu
nombre aún cuelga en mi paladar, lo rozo con la lengua y rebota
entre mis dientes. Me esfuerzo en pronunciarlo o escupirlo y sacarlo
de mí, pero es en vano. Tampoco mis lagrimas y mi orgullo son
suficientes para tragarlo y permanece en mi boca como una melodía
inconclusa.
Los
años acentúan cada pliegue de esta piel ajada y en cada uno se
conserva, al menos, uno de tus besos. Y en cada poro de cada
centímetro de mi piel todavía escuece la sal del sudor que
compartimos.
Tu
olor, que permanece bordado en el filo de mi almohada, inunda mis
sueños, escarcha mi aliento y hiela mis huesos.
Y la
añoranza, como un eterno sudario, cubre las curvas de mi cuerpo
donde pernoctaron tus caricias.
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