miércoles, 7 de noviembre de 2012

Sin Título. Emilio M. Martínez Eguren





Dicen que la nostalgia es el dolor por lo que ha pasado, y no obstante siento ahora nostalgia de ti, y, a la vez, excitación por ti, al recordarte. Y revivo la última noche que pasamos juntos, ¿te acuerdas, cariño? Habíamos alquilado una porno, de esas masoquistas que tanto nos gustaban, y que luego solíamos llevar a la práctica, y vimos unas escenas, y estábamos tan excitados, y después de meternos nuestras lenguas, paramos un poco, para prolongar, o mejor, retardar la delicia, y entonces te leí algo del Marqués de Sade, de “Justine”, y te comenté que era curioso, que se le llamó el “Divino Marqués”, mientras se le consideraba, al mismo tiempo y quizá por las mismas personas, una cumbre de la perversidad, más allá de lo humano. Y aún parece que oigo, en aquella noche casi silenciosa, en esta noche triste pero que se va elevando, tu argumentación, siempre inteligente, siempre con tu voz de humedad acariciadora, un poco ronca, que tan dura me la ponía y me la pone, la forma en que, con un poco de saliva en mi oído, me dijiste: “…cariño, acaso sea por el placer de la ironía, o quizá la perversidad es un atributo de Dios, lo divino tiene algo de pérfido. Puede que la existencia misma sea una depravación, y, en todo caso, qué o quién fija o ha fijado el concepto de lo perverso, que tal vez no sea sino una exploración sin límites de lo estrictamente humano, y que esta exploración lleve al placer y al dolor inimaginables, a la unión última con el otro y a la conciencia inmensa de la propia soledad, nos convierta en algo así como dioses solipsistas, impotentes, masturbatorios, y se haya condenado lo perverso por ser lo más definitivamente humano, el conocimiento total, la mística insoportable de la pura materia, revelada como la sola realidad...”
    
     Y recuerdo que lanzaste una de tus risas apagadas, guturales, con la boca casi cerrada, risa como blasfemia sensual que no se atreviese a salir de tu cuerpo, húmedo por la excitación y por el bochorno de la noche veraniega. Y mi erección exigía ya sus prerrogativas, y volví a saborear el piercing de tu lengua, y mis manos se desplazaron por encima y debajo de tu minifalda vaquera, que tan bien dibujaba el nacimiento de los muslos y ese culo dorado y suavísimo que en tantas ocasiones había penetrado.
   
     Y nos desnudamos, te desnudo, y pellizcaba tus pezones, te los mordía, y chupabas, chupas, mis huevos, y con tus incisivos blancos, brillantes, arañabas mi prepucio, mi glande, hasta el umbral del dolor, y todo se precipitó, lo sabes cariño, nada ni nadie lo pudo evitar o detener, y fueron mis dientes horadando, mis dientes rompiendo la piel de tu pecho, de tu abdomen, y la sangre que surgía, tus tetas (habría que inventar un nuevo adjetivo: tan firmes y tiernas a un tiempo, blandas y duras, delicadísimas, resistentes) regadas por la sangre, fuente o flor roja de tu vida, y me miraste con asombro, agradecimiento y un poco de odio, y gritabas de dolor y de furia, lo deseabas tanto como yo, los dos lo sabíamos, lo supiste y lo sabes, y yo lo sé ahora mientras me masturbo lentamente al recordarlo, y veo el semen que lancé sobre tus heridas, sobre tu aún latiente carne interior que yo había lacerado partiéndola a dentelladas, y fue lo vivo que iba a morir sobre ti muerta, y mis manos abriéndose camino en tu cuello, en las yugulares que palpitaban, al principio con fuerza, hasta el final inconcebible, no buscado pero querido, encontrado, hasta que se paró tu ritmo, la música de tus entrañas, y exhalaste un débil y último gemido de placer y muerte.

     Nadie lo ha comprendido cariño, no pueden comprender el amor tan fuerte que destruye lo que ama, aniquilación suprema, el amor que me ofreciste al sacrificar tu cuerpo, nuestro amor que aún subsiste en esta cárcel, esta celda oscura, mi morada final, castillo interior y exterior que envolverá el resto de mi existencia, siempre con nuestros recuerdos en esta noche perpetua de mi alma y de mi cuerpo, contigo, cariño.

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