Alberto Vargas |
Menos mal que el guion es simple por repetitivo: llego a casa del
semental, suelto la típica excusa, me quita la ropa, me soba las
tetas, se la chupo, me penetra, me encula, y, al final, se corre en
mi jeta. Reconozco que no tengo talento como actriz —estudié
Filosofía y Letras, vaya, que no tenía vocación para la
interpretación—, pero lo que sí sé hacer es follar de maravilla:
eso es lo realmente importante en la profesión pornográfica.
Después de dos o tres horas de duro trabajo, toca descansar,
porque siempre acabo con el culo y el coño escocidos, y aunque
no soy ninguna novata, cuesta acostumbrarse a tanta embestida;
me ducho con agua calentita, me pongo mi albornoz rosa (con
mis iniciales bordadas: todo un detalle, a pesar de que no tengo
caché aún), me siento en mi cómoda silla plegable e intento
relajarme leyendo a Nietzsche, que me encanta. Algunos de mis
compañeros de trabajo, especialmente actores y demás reparto,
se parten el culo de risa cuando me ven devorando semejantes
tochos —con más pasión que cuando me trago sus trabucos,
bromean los muy cabrones—, esos que conforman de mi colección
particular que me llevo al curro; mi atento director y manager —especializado en películas de muy bajo presupuesto—, me replica
cada dos por tres que no debería creerme esas patochadas y
demás comeduras de coco, que lea revistas del corazón que son
más ligeras, pero es que a mí me excita, sobremanera, el
pensamiento del genio alemán. En todas las pausas del rodaje,
retomo la lectura de los volúmenes que pesan entre mis manos;
hoy me ha tocado reinterpretar las páginas sobre el asuntillo del
súper hombre: entre polvo y polvo, a una le apetece reflexionar
sobre algo que no tenga que ver con la profundidad de la vagina
o ano. Y, joder, qué gran razón tenía el loco de Nietzsche. El
súper hombre no es ninguno de estos machos con cincelados
músculos, tatuados hasta el escroto, con esas tremendas pollas
de venas reventonas que parece que te van a atravesar de parte a
parte: el súper hombre —¡qué cojones!— es mi padre. El pobrecito
mío, pensionista, tiene que aguantar que su única hija, la niña de
sus ojos, trabaje en el porno para poder pagar la jodida hipoteca
y facturas de ese miserable piso en el que vive toda la familia.