Le susurro a mi amante que me encuentro muy excitada, que
vaya directa a mi punto exacto de placer; me complace: me baja, de un tirón, los
pantalones y las bragas, y me tumba, con delicadeza, en su cama; intenta
desprenderse del jersey, pero la convenzo para que no se demore más, que me
urge que me coma el coño; asiente, aunque la mueca extraña de su rostro desaprueba,
claramente, tanta impaciencia; sé que tiene unas ganas de follar tremendas
después de una larga temporada de abstinencia (creo recordar detalles de la
conversación que mantuvimos entre copas, algo así como una ruptura complicada
por la promiscuidad enfermiza de su ex; bueno, si soy franca, no estaba muy
pendiente de su monólogo dramático), y por eso, supongo que no objeta nada, y
prosigue; cuando separa mis piernas, gimo; ella hunde su cabeza, siento su
cálido aliento sobre el monte de Venus, y el escaso vello se me eriza, me encanta; antes de rozar mis
genitales, se detiene a inspeccionar mis muslos, curiosa; me vuelve a
cuestionar si todo está en orden; yo, demasiado cachonda como para ponerme a
discutir, le reclamo confianza, que no hay peligro alguno, que quiero que me
haga gozar ya, que no sea perversa y me haga sufrir tanto (sí, me costó la
misma vida convencerla para que me folle a pelo; tampoco es plan de llevar a
cuestas los historiales médicos para mostrar, a todo quisqui, que mi intimidad
está limpia); ella titubea por unos instantes, y aunque no parece muy
convencida del todo (la costumbre a la precaución: más que lógica en los
tiempos que corren), la ansiedad anula su razón, y el deseo brota. Suspira
profundamente y, ¡por fin!, se agacha,
y su lengua se posa en mi vulva, resbalándome, repasando labios mayores y
menores; Dios, estoy mojadísima, oh Dios mío, me penetra suavemente con
dos dedos, joder, y los desliza,
hábilmente, dentro de mí, con esa lentitud que me tortura y me hace agarrar las
sábanas; de nuevo, su lengua, su bendita
lengua, que decide explorarme por dentro; me sorprende este movimiento,
espasmos me recorren la espina dorsal, y chillo, ¡joder, Dios, joder, no pares!; tengo el clítoris hinchadísimo, estoy
a punto, estoy a punto, y
ella, concentrada me sujeta con firmeza las nalgas, y a un ritmo perfecto, lo
besa lo lame lo chupa lo mordisquea, las
entrañas me arden, echo la cabeza hacia atrás, jadeando, mis manos tiran de
su cabello con brusquedad, pero ella sigue, no se queja, me falta el aire, me falta el aire, y grito, y exploto, ¡Dios, joder, Dios!, exploto en su boca,
ella me clava las uñas, y bebe, bebe golosa todos los fluidos que se me derraman,
calando hasta las sábanas.
Al concluir, asciende por mi cuerpo hasta postrarse sobre
mí; intenta besarme, mas yo freno su gesto cariñoso posando las yemas de mis
dedos sobre sus labios húmedos de mí, qué
delicia, le murmuro que necesito recuperarme, y ella, desconcertada, disconforme
por mi frialdad, me lo recrimina al oído: que quiere besos y caricias, muchos
mimos. La muy empalagosa. Se recuesta
a mi lado mientras yo, satisfecha, permanezco quieta, disfrutando de este
estado de relajación absoluta que precede al orgasmo. El silencio invade la
habitación, y ella, seria, me observa, haciéndome cosquillitas en el costado;
está expectante, esperando a retomar el juego. Sí, ha sido encantadora, ha
cumplido con diligencia su parte; ha estado sobresaliente, pero yo tengo otros planes.
Así que le pregunto que donde se encuentra el baño; ella me señala el fondo del
pasillo, y me levanto, con el teléfono móvil; ya allí, aprovecho para lavarme
la cara, con agua fría, mirarme al espejo (aprecio las inminentes arrugas, y
maldigo el mal humor del peluquero y su horrible corte “moderno”), y hasta orino;
después de tirar de la cadena del váter, me dirijo a su habitación para
comunicarle que me acaban de remitir un mensaje del trabajo y es primordial que
asista, inmediatamente, a una reunión de relevancia con unos socios, que me
encantaría permanecer a su lado pero no puedo eludir esta responsabilidad.
Ella, apática, se cubre con el edredón y me suelta, sin más, un seco “adiós”.
Evidentemente, está muy enojada, lo sé, y es que le prometí demasiado, presumí
más de la cuenta, y yo soy una actriz mediocre. O ha captado mi desinterés en retomar
la sesión amatoria, o sospecha de mi pequeña mentira. Bien, mucho mejor, no me apetece interpretar
el papel de amante prometedora, y eso de aparentar interés cuando, realmente,
me importa un carajo el reencuentro, ya me revienta. No replico: recojo las
prendas del suelo y me voy vistiendo; cuando me subo la cremallera de las
botas, salgo del cuarto, sin despedirme de ella; fuera de su apartamento, me
pongo el abrigo, y camino, sin prisas, rumbo a mi casa. Hasta nunca, bonita.
A la nada, me percato de que me falta algo: nerviosa, registro
los bolsillos de mi chaqueta, el bolso: no encuentro la pitillera de plata. Mierda. Me detengo en la parada del
autobús, y mientras espero, hago memoria. En el piso de esta última tonta no ha
podido ser porque no fumé (con semejante calentón que teníamos encima, pasamos
directamente a la faena nada más cruzar el umbral de la puerta). Piensa, despistada, piensa. Me mordisqueo
las uñas. De seguro que me lo he dejado en el reservado del Pub de la esquina,
pero ni de broma retorno a ese foso que apesta a feromonas. Y sí, me está
empezando a aburrir esto de pasarme la noche de los fines de semana en cutres
locales de ambiente, ya me agotan estos encuentros carnales con cariñosas
desconocidas expertas en sexo oral, y me repugna que la mayoría se enrollen con
los jodidos preliminares.
Espero que el inepto de mi marido aprenda pronto a
comerme el coño porque ya me estoy hartando de falsos rituales de cortejo con
lesbianas y viciosas.
Inédito (segunda edición de “Cuentos de la carne”).
©Ana Patricia Moya
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